Exorcismo en Connecticut

En 1979 se estrenaba Terror en Amityville, mala película cuyo gran éxito consolidó sin embargo numerosas constantes de un subgénero terrorífico que había dominado los setenta, y que protagonizaron familias de clase media enfrentadas a espectros del ayer en caserones vendidos a precios ridículos.

Terror en Amityville clausuró desde la gran pantalla (con El Resplandor como presuntuosa apostilla) una época convulsa social y económicamente para el público norteamericano. Y su oportunista inspiración en hechos difícilmente verídicos, así como su no menos discutible verosimilitud dramática, no eran sino los reflejos de una realidad que opuso al Watergate, a Vietnam, a la delincuencia urbana y a la recesión económica un inaudito boom pseudocientífico de la fenomenología paranormal y ufológica. Como si, ante la gravedad de cuanto asolaba las primeras planas de la prensa diaria, lo sensacionalista se hubiese visto obligado a teñir sus habituales cualidades escapistas y proyectivas (tan necesarias en tiempos de crisis) con un barniz de congruencia que le permitiera competir con los muy tangibles horrores del momento histórico.

Apenas tres años después llegaba a los cines Poltergeist (1982), otra historia sobre una familia sojuzgada por las sombras de un pasado que siempre se resiste a dejarnos escapar. Poltergeist fue temprano retoño cultural de la optimista era Reagan, una fantasía progresivamente desatada que no producía tanto miedo como admiración ante la perfección técnica de las manifestaciones sobrenaturales. Su jocoso desenlace dejaba claro el relativismo de la propuesta.

Entre ambos extremos —la gravedad impostada de Terror en Amityville, la intrascendencia de Poltergeist— se mueve Exorcismo en Connecticut. De hecho, el director del film, el debutante Peter Cornwell, cita ambos títulos como ineludibles referentes “clásicos”. Aunque parece no haber percibido que se trataba de modelos inmiscibles…

Así, el guión de Adam Simon y Tim Metcalfe arranca mostrándonos a una familia en apuros económicos, cuyo padre ostenta un pasado alcohólico y cuyo hijo mayor sufre un cáncer de suma gravedad. La mortecina fotografía de Adam Swinca, la moderada realización de Cornwell y la presencia en el reparto de actores indie como Virginia Madsen, Martin Donovan y Elias Koteas hace concebir la esperanza de que las visiones que empiezan a atormentar al chico enfermo apenas él y los suyos se han mudado a una vivienda más cercana al hospital donde sigue un penoso tratamiento, traigan aparejada alguna lectura de interés sobre la desesperación existencial y los inescrutables caminos de la fe, al modo de las atractivas La última profecía y El exorcismo de Emily Rose.

Pronto, en cambio, y a velocidad tan creciente como la de un camión cisterna cuesta abajo y sin frenos, Exorcismo en Connecticut se precipita por el abismo de los planos atropellados y efectistas; de los argumentos fantasmáticos vistos mil veces y desplegados en esta ocasión de manera confusa y arbitraria; de los sustos más previsibles; y de las situaciones simplemente estúpidas, de esas que hacen perder la paciencia al espectador.

Todo ello no sería tan molesto si no fuese porque los responsables de Exorcismo en Connecticut siguen remitiéndose durante todo el metraje, bien que de forma cada vez más intermitente y superficial, al registro grave que había caracterizado su planteamiento. Y, si hay algo peor que la frivolidad, es la frivolidad acomplejada o hipócrita.

Si en bastantes cuestiones nuestro presente está reeditando ciertas inquietudes de los setenta, Exorcismo en Connecticut representaba una buena oportunidad para confrontar cinematográficamente divergencias y paralelismos ideológicos con los precedentes citados. Pero se ha preferido primar los aspectos más derivativos, hasta el punto de hacer de la película un producto siniestramente coetáneo de las cintas dirigidas por Stuart Rosenberg y Tobe Hooper… habiéndose realizado treinta años después.