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Cine Científico

Un artículo de José M. Robado || 05 / 8 / 2010
sci-fi

La inmensa mayoría de las películas de ciencia-ficción que existen están basadas en plantear las consecuencias de un hecho científico cuya certeza el espectador admite sin plantearse siquiera su correcta formulación.

Por ejemplo, el argumento de El Planeta de los Simios, en cualquiera de sus versiones, descansa sobre uno de los principios de la Teoría de la Relatividad que formuló Albert Einstein hace más de cincuenta años. Basta que aparezcan unos haces de luz en la pantalla simulando una gran velocidad para que el espectador asuma que se trata de un viaje en el tiempo. Así de sencillo. Sin embargo, prácticamente ninguno de los asistentes a esa proyección podríamos explicar el hecho científico por el cuál esos viajes son posibles. Solaris, en sus distintas versiones, o la saga del Regreso al Futuro también se apoyan en la teoría que formuló Einstein.

En la reciente Moon protagonizada por Sam Rockwell, asistimos a una ingeniosa historia en la que la clonación juega un papel determinante. En la estimulante Splice, también la clonación y los juegos genéticos con la cadena humana de ADN dan lugar a un interesante argumento. Ninguno de sus espectadores seríamos capaces de explicar por qué es posible hoy día realizar manipulaciones del ADN humano para conseguir clones o mutaciones que den lugar a un ser distinto al original. En ambas películas, y en otras muchas con la manipulación genética de por medio, son infinitamente más importantes las explosiones finales que la mínima explicación acerca de cómo es posible alterar ciertas proteínas para cambiar la formación de la doble hélice de ADN que nos configura.

En Origen, Matrix y otros títulos similares atendemos con naturalidad una historia en la que el pensamiento humano puede ser modificado o manipulado por agentes externos. Nunca ningún espectador ha protestado por la inverosimilitud de esta idea, sobre todo porque no lo es, pero es asombroso cómo admitimos su veracidad sin conocer ni medianamente los trabajos sobre las conexiones sinápticas que realizó un tozudo español llamado Santiago Ramón y Cajal y que terminaron dando lugar a toda una rama de la Ciencia.

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Ya hay un género de ciencia-ficción. ¿Por qué no existe un género de Cine Científico? ¿Por qué nadie nos cuenta la maravillosa aventura que Einstein vivió en su vida y en su mente hasta el descubrimiento de la Teoría de la Relatividad? Aún más, ¿por qué nadie nos explica en el cine la Teoría de la Relatividad? ¿Por qué ningún cineasta se atreve a relatar la maravillosa aventura científica del descubrimiento de la forma y el funcionamiento de la doble hélice de ADN? ¿Por qué nadie escribe un guión acerca de la maravillosa aventura que vivió Ramón y Cajal en su laboratorio aplicando técnicas de revelado fotográfico a la observación del tejido del cerebro humano?

Aunque sin mucha fortuna, Alejandro Amenábar intentó hacer Cine Científico en su última película, Ágora. Intentó explicar el vértigo y la emoción de un descubrimiento científico por parte de Hypatia, que conseguía razonar en pantalla por qué las órbitas de los planetas no podían ser circulares. Aunque se trata de un descubrimiento que Johannes Kepler realizó varios siglos después, el esfuerzo del realizador por mostrar y explicarlo es ya de por sí encomiable.

Es sorprendente el apego que tenemos a la fantasía y la poca atracción que sobre nosotros ejerce la realidad científica, la explicación del delicado mecanismo físico y matemático que gobierna el universo. Es aún más sorprendente cuando sabemos que, en cualquiera de las noches despejadas de este verano, mirar al cielo equivale exactamente a mirar a los ojos al pasado, el titilar de la luz de las estrellas que se produjo hace cientos, quizá miles de años.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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