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Remakes: alimentando al Gremlin a medianoche

Un artículo de Víctima 2046 || 28 / 1 / 2010
gremlin

En uno de los primeros posts de Víctima del Celuloide, contra el temor que asalta a muchos espectadores de cine a que les desvelen el final de una película, publicábamos una reflexión sobre qué es importante en una cinta y qué no lo es tanto.

En ese sentido, el artículo justificaba que sabiendo el final de cualquier producción, su visionado no tiene por qué dejar de ser atractivo o interesante, extremo por el cual las películas de culto son vistas por sus fans sin descanso, y en algunos casos no pierden gracia sino que permiten incluso captar más de sus matices.

De hecho, curiosamente, dentro de la obsesión por el final impactante, por la subida de listón, se cae a menudo en tantas incoherencias argumentales, en tantos chirridos forzados, que uno quizá atraviese por los pelos sus argumentos con una venda en los ojos para refugiarse en esa última descarga de adrenalina, pero volver a ver esa película conociendo el giro tramposo, pasa a ser un problema cuando conoce cómo acababa y el peso que recaía en ese final convierte todo el metraje acumulado anterior en un monumento al engaño.

Un metódico riguroso como Shyamalan -al menos en sus primeras cintas-, dio con El Sexto Sentido una demostración de formas más allá del cinismo que despertó entre algunos modernitos que criticaron su elaborada trampa (cuando ante todo daba diversas lecciones de rodaje como para ganarse un respeto). Pero la cuestión es que ésta dio pie a una moda en forma de alud de películas esotéricas de falso culpable, en apariencia improvisadas para aprovechar el filón y pergeñadas con gente de menor talento y prisas que llevaron a una bajada de listón tan perceptible como la poca calidad del metraje que conducía a sus giros finales.

Todo esto que exponemos, en esta ocasión no va dirigido a subrayar lo ya dicho sobre el final como mero postre tras el plato principal, sino a defender a una de las más denostadas figuras: la del remake. A pesar de que sus resultados sean para echarse las manos a la cabeza.

Pero el problema no es el remake como tal, sino el resultado del remake. Es decir, no sería tan grave volver una y otra vez a atender a determinadas historias –algo que de hecho es la esencia del cine y más en géneros como, por ejemplo, la comedia romántica– si el resultado fuera satisfactorio. No tendría nada de malo si se utilizara como puesta al día bien para trasladar películas emplazadas en un momento histórico distinto (y llevarlas al actual, forma de contrastar cambios), bien para dotarlas de efectos especiales de los que carecían entonces y que por su naturaleza pedían a gritos (aunque en la práctica eso dé para excesos en esa dirección).

La cuestión es que, cuando se trata de grandes nombres del cine, de “obras maestras”, actualizarlas supone una apuesta perdida de antemano, más teniendo en cuenta que en ellas se confabularon gente de talento en el equipo técnico y en el reparto, pero sobre todo unas “circunstancias especiales”, forma de llamar a ese momento de gracia que muchas veces no se obtiene ni con el mayor cuidado, presupuesto o intención. Pero la otra cara de la moneda es cuando esa historia que prometía no llegó a buen puerto la primera vez: ni Hitchcock pudo resultar siempre brillante, y su Plan Perfecto no puede por tanto impedir que se considere como digno entretenimiento sin mayores aspiraciones a la recreación protagonizada años después por Michael Douglas.

Ahora llega el momento de los Gremlins, dicen, y uno se pregunta como siempre si, habiendo medios, hay necesidad más allá de la taquilla -lo del bombardeo de las 3D-, y si el proyecto está guiado por algo más que por la falta de respeto característica en esta última época que nos ha tocado vivir, experta tantas veces en hacer las cosas sin cariño y con el exaltado sentido especulativo que tan malos resultados nos ha dado y que todavía padeemos en otros frentes. Probablemente con los Gremlins, cine eminentemente ochentero, muchas cosas podrían ser pulidas. Comulga con muchas otras con unos rasgos de cierta ingenuidad, de entretenimiento desacomplejado en que todavía la autoría y la fantasía se escapaba en parte a los moldes industriales. Cierto que la prueba del tiempo hace que se vean ciertas cosas mejorables, el problema está en el resto, inimitable por lo que guiaba a sus responsables, por el público al que iba dirigido (entregado a este tipo de ficción y con una complicidad que hoy sólo mantienen los nostálgicos), algo que hace que uno, defensor de que el remake no es el problema sino, como siempre, las formas, tema profundamente que el rodillo de la moderna contabilidad y la rutina financiera de Hollywood pase por encima de su magia. Ahí es fácil sentir, más que pena, la traición a la que algunos sometieron a obras por las que era sencillo sentir debilidad y que sí merecían enriquecer a sus responsables, que sí merecía el precio de una entrada, de un DVD o, para el caso, un VHS.

Entonces uno recuerda a ese entrañable Gremlin al que si no se trataba con el debido cuidado, se reproducía sin descanso hasta dar lugar a una plaga incontrolable, al que si se alimentaba a destiempo torcía su mirada entrañable y de aspecto amable para dar paso a un monstruo cínico a la endiablada altura de algunos despiadados productores. Difícil que no se cumplan los augurios.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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