A pesar de nuestra vocación de arrear a juegos del pleistoceno que nos metieron en sus torturas obsesivas de rutinas cuadriculadas, lo cierto es que el sabor clásico difícilmente no seguirá tirando mucho a los jugadores que a principios de los 80 probaron la generación de los 8 bits. Sin su regusto, probablemente los usuarios modernos sólo puedan hablar de incomprensión y verán defectos en lo que es un lenguaje propio que bien llevado podía darnos para momentos atmosféricos y de jugabilidad (lo primero probablemente por lo sorprendente que todo resultaba entonces -ahora nostalgia-, lo segundo haciendo grandes esfuerzos por abrirse camino entre recursos mínimos).
La cuestión es que relatábamos no hace mucho en nuestra edición impresa cómo el fenómeno de los remakes de juegos clásicos a cargo de aficionados ha dado para auténticas joyas, productos en que se ha logrado equilibrar ese lenguaje propio de aquellos tiempos adaptándolo de tal forma que lo que hace es pulir defectos y dejar virtudes. Y ahí el fenómeno llega tan lejos que incluso SEGA ha quedado prendada del remake que un aficionado ha hecho de Sonic 3, para ahora sorprendernos con otro de esos productos que merece atención, no sólo porque su creador (bajo el apodo de SONICZH) ha pergeñado en solitario el producto, sino que su visión del enfrentamiento de Mega Man con la gente de Street Fighter -en estos tiempos de crossovers-, merece una especial atención tanto por la fidelidad estética como por la ágil mecánica de juego. Recordar a los 80 de esta forma es mucho más agradable.