Hace un par de años en el curso de una entrevista con Jon Avnet, un tipo con una enorme experiencia en producción y dirección, conocido principalmente en esta última faceta por Tomates verdes fritos, le preguntamos por uno de sus primeros trabajos, Risky Business. Quisimos saber qué sensaciones tuvo hacia el entonces desconocido Tom Cruise, y su respuesta fue contundente: tenía más presencia o carisma que ningún otro actor que haya conocido en su vida. Eso a pesar de haber trabajado con Pacinos y Deniros.

Aún con esa condición, en los últimos años Cruise ha pasado de ser estrella a tipo estrellado, de encabezar junto a tipos como Harrison Ford la lista de las mejores garantías de taquilla, a ser un tipo que causa grima. Hasta sus Misiones Imposibles han tenido caídas en recaudación que algunos no dudan en achacar a sus excentricidades, a sus extraños amoríos cantados a los cuatro vientos, revestidos con ese tufillo molesto a subrayado que pretende ocultar algo, de la misma forma que la cienciología pretende cubrir huecos espirituales de un tipo condenado interiormente por el exceso de éxito.
Y pasa el tiempo y Cruise sigue envuelto en polémicas absurdas. Un día su hijo no era suyo, otro su mujer era parte de una aparatosa campaña publicitaria similar a la de Troy McClure en un mítico episodio de los Simpson, luego afirmaba que quería comerse la placenta del parto, eso sí, para terminar haciéndose cruces y preguntándose por el origen de esa locura. ¿Lo había declarado realmente? ¿tan delirante había acabado por sus creencias religiosas? ¿o sencillamente ya no importa qué es la verdad cuando las leyendas urbanas crecen en Internet como un entretenimiento más, y el actor ha de vivir la ficción en sus propias carnes?

Con Noche y Día Cruise parecía afrontar un papel a la medida de su imagen en el momento concreto: de haber encarnado al héroe de acción con Ethan Hunt, pasaba a un tipo con aspecto desquiciado que pese a todo podía seguir siendo valioso. Todo mientras su Cruise ‘virtual’, el de la rumorología, seguía con su propia vida. Porque si al principio de su carrera -y en una época sin Internet- se difundió que la gran promesa de Hollywood mantenía una lucha tortuosa contra el cáncer, durante la postproducción de esa Noche y Día se anunciaba en diversos medios otro rumor igual de funesto: el actor había fallecido en Nueva Zelanda (¿Por qué en Nueva Zelanda? Probablemente porque un dato absurdo reafirma una buena mentira).

Estos días los tabloides le siguen arreando. Según el último rumor su mujer no vive con él, tiene casa propia en Hollywood y sólo tiene una norma para sus numerosos asistentes: no deben profesar ni lejanamente la fe en la cienciología (si es mentira, esto último le da una cierta coherencia). Y como describía magníficamente nuestra crítica a Valkiria, dentro de una fusión de actor-personaje que hemos descrito en otras ocasiones y sigue dañando a esa división de funciones y ridiculizando nuestra capacidad para distinguir realidad y ficción, su importancia en el cine se debilita a pesar del nivel de unas interpretaciones que a nadie parecen importar. Y probablemente nunca importaron. La fama de Cruise parece haberse gestado en forros de carpetas de adolescentes de los 80, en una imagen inicialmente cuidada de estrella, y posteriormente haberse derrumbado a base de golpes al sentido común (muchos dados por él mismo) que igualmente prescindían de sus cualidades.

Cuando su aparición en Top Gun 2 empieza a inquietar a los productores, es que las cosas se han ido definitivamente de madre. Tan injusto parece condenarle como actor como condenarnos a nosotros a padecer los detalles, reales o no, de una vida que cuando se transforme en biopic será inevitablemente polémica.