Hace que nos acordemos de demasiados personajes de la vida real.
Frases medidas, peinados calculados, trajes combinados, hechos sincronizados… El cine tradicionalmente muestra una ficción cuya irrealidad alcanza más allá de la sinopsis argumental, cobrando una importancia sustancial la estética coherente (de sus personajes, de sus hechos, de sus diálogos) encaminada a ser sugestiva al espectador en cada una de sus secuencias.
Como resultado de ello “el cine es como debería ser la vida”, que decía Santiago Segura, uno de los representantes precisamente de la transgresión burlona de sus tópicos en su grado máximo. En ese límite, con el componente chabacano tan bien defendido por nuestro cine español (habilidad dirán algunos, incapacidad de eludirlo otros), enlaza con la corriente paródica que han defendido otros irreverentes como Mike Myers, ejemplo de una lista interminable que recorre los anales del celuloide y que tuvo durante un tiempo en Leslie Nielsen y sus “como puedas” una de sus más claras representaciones (los héroes podían ser patanes, sus planes podían salir bien… o no).
Si algo puede celebrarse al otro lado del charco (por aquí tenemos más asumido el rol bufón como parte de nuestra idiosincrasia) es su enorme capacidad para la autoparodia. Será posiblemente porque autores críticos han de convivir sometidos al exceso de determinadas prácticas, y necesitan especialmente del desahogo del humor. Ahora bien, de todos los niveles burlescos, hay una categoría especial que lleva un nombre propio unido a unas señas de identidad. Coen. Es decir: elegancia, innecesariedad de exceso (al cuerno la escatología) y la burla como instrumento que nos acerca una realidad tangible y fácilmente identificable, en donde los supuestos comportamientos grotescos, están al alcance de la mano.
Osbourne es un agente de la CIA que tras “abandonar” su trabajo decide escribir sus memorias. Katie su mujer, un ser gélido y metódico que planea darle la patada para iniciar una nueva vida congelando a Harry, ciberadicto a las citas que compartirá también lecho con Linda, aspirante a la cirugía y compañera de trabajo en un gimnasio de Chad, quien encuentra las memorias de Osbourne y… en fin, la historia y hasta los personajes es lo de menos: lo que vuelve a hacer funcionar la propuesta es el medido funcionamiento de los engranajes tradicionales en los Coen, su habilidad para hacer a esos personajes reales y dotarlos de rarezas verosímiles que van dando lugar a situaciones esperpénticas, impidiendo que la trama transcurra en los cauces de lo que una película comercial (de espías en este caso) supondría.
Aplicando la fórmula, la propuesta les sale redonda: más allá de una convergencia de argumentos basada en confusiones, se expone un muestrario de mezquindades que lleva a una burla incuestionable de la propia estupidez humana. El conjunto de personas maduras que tiran de toda la racionalidad de que disponen para actuar con una lógica ridícula hace que nos acordemos de demasiados personajes de la vida real, que veamos una vez más reflejada la incompetencia de puestos demasiado importantes (impagable el rol de jefazo de la CIA instalado en el desconcierto) que se plasman con el acierto de las buenas caricaturas.
Puede que la vida real no sea como el cine. Pero en ella tenemos a dos hermanos que saben hacer que el cine haga más llevadera la estupidez y que la ficción no sea siempre un lugar estrecho demasiado alejado de la realidad de sus espectadores.