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El Adiós de un Hijo

Un artículo de Eduard Terrades || 29 / 8 / 2011
Pantalla Invisible

Keisuke Kinoshita fue uno de los cineastas que mejor se adaptaron a las circunstancias de su mercado, alternando dramas de época (Fuefukigawa), clásicos del terror teatral (el dueto que confeccionan Yotsuya Kaidan), ligeras comedias de enredo (Carmen Vuelve a Casa), “hibakusha eiga” o cine social con los horrores de la bomba atómica como telón de fondo (Los Niños de Nagasaki) y costumbrismo fílmico (El Retrato de Midori). Incluso coqueteo con el cine bélico para poner en duda si ese patriotismo desaforado era el más conveniente para una nación supeditada a la figura de su emperador. El Resultado final fue Rikugun (1944), más conocida por El Adiós de un Hijo, una interesante reflexión sobre esos conflictos que enemistaron el país con otras naciones a finales del siglo XIX, a través de la mirada de un padre preocupado por la debilidad física y emocional de su primogénito.

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En el transcurso de la época Meiji (1868~1912), las ansias expansionistas del gobierno japonés provocaron varios conflictos diplomáticos con China y Rusia, culminando en varias contiendas belicosas con la única finalidad de hacerse con el control de algunos territorios vecinos, tales como Corea. En este clima bélico, y a pesar de la bonanza económica, ilustrada y social del pueblo nipón, se desarrolla este desconocido filme de Kinoshita entorno a una padre de familia que ejerce como profesor y que en su día tuvo que renunciar al ejército a consecuencia de su debilitada complexión física, algo que parece traspasarse a su hijo mayor, al que no le culpa a pesar de que la madre insiste mucho en alistarlo para no menoscabar el orgullo familiar. Una historia que no puede tildarse de panfletaria por dos motivos principales: por un lado y, esencialmente, por su anacronismo fílmico, es decir, en el momento en que se rodó el país estaba exhumando su última estrategia con tal de no ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial, por lo tanto no venía a cuento ciertas reivindicaciones históricas del pasado; y por el otro lado, el realizador prefiere centrarse en el vínculo familiar que se establece en el momento en que el hijo mayor confirma que ha sido aceptado en las filas del ejército nacional. Además reina un clima de costumbrismo y no se muestra ninguna contienda bélica directa, más allá de las imágenes de archivo que sirven como separador narrativo ante el paso del tiempo que experimentan los personajes.

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Formalmente cumple a rajatabla con algunos de los preceptos del academicismo clásico del cine japonés: para el caso largos planos estáticos con tal de que los diálogos que se establecen entre los personajes copen toda atención por parte del espectador, pero también deja entrever alguna de las innovaciones que Kinoshita aportó con el objetivo de emanciparse de alguno de sus compatriotas de profesión de su misma generación (principalmente de Yazujiro Ozu y Mikio Naruse, máximos representantes del cine costumbrista) y que puede observarse en ese concentrado final dramático, alargado durante diez minutos, y que sigue el proceso de descomposición de la madre al renunciar primeramente a despedirse del hijo, para acto seguido correr unos cuantos quilómetros desde su casa hasta el centro para poder contemplar el desfile militar. Una carrera a contrarreloj que el cineasta filma cámara en mano o desde ángulos alejados, pero cuya lente siempre focaliza en la figura de esa madre sufridora; todo ellos mientras una canción militar acompaña la secuencia para reafirmar la fuerza dramática de las imágenes. Un gran clímax final narrado con pulcritud, rectitud y que algunos incluso se aventurarían a comparar con el estilo narrativo de Sergei Eisenstein (pero eso ya es pedirle demasiadas peras al olmo).

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Lo que sí no debe pasarse por alto es la actuación de Chishu Ryu (actor fetiche de Ozu, y cuya brillante actuación en Cuentos de Tokio es la que más se recuerda de su longeva carrera como actor) como pater familias. En cierta manera todo el discurso se articula a través de la presencia de Ryu, pues todo empieza con su personaje en edad adolescente mientras se despide de su padre moribundo en el hospital: la debilidad física y espiritual marcada por un mal karma marcará su carácter de por vida. Ya de jovencito, casado y, con su primer hijo varón en brazos, sus dudas volverán aflorar en el seno familiar. Y viendo la constitución flacucha de su hijo se confirmarán al cabo de pocos años. La impotencia que siente al comprobar como su primogénito ha heredado lo peor de él serán el detonante de su pasotismo durante buena parte de su existencia, dejando que su esposa tome esas decisiones importantes que se ciñen directamente sobre el núcleo familiar (uno de los motivos que dan a entender el porque el padre desaparece en escena en los analizados últimos diez minutos). Además aporta un grado de madurez que viene a confirmar el potencial dramático que desarrollaría y consolidaría una década después en sus celebradas actuaciones a las órdenes de Ozu. Una madurez que era necesaria para una producción que bascula entre la historia moderna de Japón y esas tramas bélicas que hoy en día parecen algo desfasadas pero que puestas en contexto sirven como complemento ideal para profundizar en esos aspectos histórico-sociales que se tienden a pasar por alto siempre que se habla del período Meiji. Siempre se insiste en la apertura del país al exterior, la desaparición de la figura del samurai como tal y las distintas manifestaciones artísticas, obviando las ansias colonialistas tristemente consentidas. Una lección de historia, tamizada por un costumbrismo algo prosaico, ofrecida por un Kinoshita precoz cuyo apogeo artístico aún le faltaba por llegar. No en vano esta fue su tercera producción detrás de las cámaras, demostrando que se puede vincular magistralmente las reglas del melodrama clásico con las del cine bélico sin romper la cohesión argumental.



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