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Víctima de la sala de cine

Un artículo de Víctima 2046 || 19 / 11 / 2009
cine

Mucho se habla de la situación cada vez más delicada de los cines como negocio, de cómo primero hubo que rendirse a los multisala y cómo a estos últimos las cuentas empiezan a no salirles por más sabores que añadan a las palomitas.

Alguna cabeza avispada les coló aquello de que la resurrección estaba cerca gracias a las maravillas del 3D, uno de tantos experimentos que acumula la historia del sector y que en este caso llegaba acompañado de una tecnología que prometía ser definitiva. Pero contar con la tecnología como aliada es condenarse a una amante infiel, en un momento tan acelerado en que mientras las salas todavía pagan a plazos las costosas instalaciones del invento, ya se dice en qué periodo del año que viene los hogares tendrán la posibilidad de contar con televisores tridimensionales para (en un primer momento) jugar a sus videojuegos y, después, volver a romper otra barrera entre el cine y el home cinema.

Cierto que de entrada la versión doméstica del 3D será inasequible, como forma de ir ordenando la producción creciente y poner el elevado precio que parece pedir ese grupo de consumidores que agrupa a los potentados, a los tecno-obsesivos y a los pródigos prestatarios. En todo caso es sólo un paso, que también vivieron los home cinema ya desplegados y que han ido robándoles clientela a los cines en una tendencia que se agrava con la piratería. Este último tema merece capítulo aparte porque ¿para qué comprar, si la cultura (o mejor kultura) ha de ser gratis? Además, lo dicen expertos internautas avezados en economía avanzada, que ordenan en su rebelión aquello de que busquen “nuevas formas de ganar dinero”, todo para ahorrarse unos euros esperando que sus aficiones se financien con el aire (o en realidad, con lo que otros sí pagaban, solo que ahora nadie quiere ser el más tonto pagando).

Pero la cuestión es que hablando de las pérdidas del cine, hay más culpables que los piratas y sus inmaduras letanías. Y sólo esporádicamente algún crítico o algún neurótico quejumbroso parece apreciar un problema creciente que es el mejor de los motivos para quedarse en casa: el público.

Probablemente, con las aulas tomadas por la involución del alumnado, con los profesores ninguneados y los padres cómplices necesarios del ninguneo (hasta que llegue el momento de quejarse porque ¿cómo les han salido esos mandriles agresivos a ellos, que para educarlos hicieron todo lo posible por no hacer nada?), es más, con la televisión, verdadera educadora de estos tiempos, rendida a buscar audiencias rebeldes y comulgando con la regresión educativa, quejarse por el cine suene frívolo. Los jóvenes del botellón, de la libertad simiesca, estas nuevas hordas cuya mayor contribución va camino de limitarse a encajar la pieza que faltaba incorporando con su estirpe al largamente buscado eslabón perdido, son un serio problema de convivencia. Convivencia que por desgracia se pone de manifiesto en al cine.

Pero ellos, efebos silvestres, no son el único. Quien coloca un quinto alerón en su coche, lo arma con los altavoces de una macrodiscoteca, por tener trescientos gadgets en el salpicadero se queda sin espacio para el cenicero (y por tanto decide hacerse uno con el peinado), con sus sonidos guturales contribuye también a hacer de la sala una selva. Y faltaban en estas lides las expediciones de la tercera edad, las incansables cotorras cuyas absurdas apreciaciones son expresadas incansablemente en voz alta implorando una descarga eléctrica relajante y, en definitiva, cualquiera que por el motivo que sea decide quebrar la ficción que una sala de cine podía crear de forma privilegiada, sin que nadie le ponga remedio. Porque al fin y al cabo, cuando un acomodador ve entrar en la sala a los padres con la cuna del bebé (sin exagerar, mal que nos pese) quizá debería preguntarse algo. Y con más velocidad de la que le permite darse cuenta de ese despropósito dos sesiones más tarde, mientras su cerebro le reclama recuperar la atención para recordar qué parte del ticket ha de conservar.

Con todo esto ya no importan los anuncios patrocinados de apagar el móvil: a esos cinéfilos ya no les incomoda que suene, incluso en creciente desvergüenza –recuerden: libertad lo llaman– ahora incluso hablan tranquilamente. Hasta el punto que en EEUU -allí también pasa y también hay quejas- ha pasado a ser uno de los motivos para dejar ir al cine, junto a la piratería y a la crisis. Cuánto hemos progresado como especie.

¿Se imagina alguien una función teatral, de ópera o quienes practican otras religiones una misa bajo esta ambientación? ¿a qué realmente nos da derecho el desproporcionado precio de una entrada, que crecía junto a la vorágine del euro, sin que la comodidad del espectador recibiera un mínimo de atención? ¿existe la posibilidad de que algún día alguien les recuerde a estas subespecies que no están en el salón de su jaula o, en lugar de eso, es hora de rendirse y teniéndolas armadas de frutos secos hay que de darles plátanos y plantarles árboles para que asistan a la proyección en sus ramas, de la forma más apropiada posible?

Las cosas no parecen fáciles. Cuando cualquier exigencia de educación equivale a fascismo, sólo cuando las molestias lleguen a ser mayores o les afecten a ellos y su umbral primitivo distinto, pedirán disciplina, lapidación o cualquier remedio propio de la turba que se nos escapa (sin estudios de zoología, al menos). Pero hace falta una solución... pronto.



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El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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