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El genio y la fórmula

Un artículo de Víctima 2046 || 03 / 6 / 2010
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Como parte del vocabulario más repetido por el adulador recurrente, el calificativo de ‘genio’ es sin duda uno de los más gratuitamente empleados para referirse a todo aquel que en un momento dado se anota aciertos y gana seguidores. Los devotos, acuden al término como forma perezosa de resumir su admiración, precediéndole a menudo con calificativos que deberían ser malsonantes (“un … genio”) pero que en su lugar refuerzan la convicción. Y si entre su enumeración de genios pierden el sentido de la palabra y toca referirse a alguien que todavía les despierta más pasiones, entonces es el momento de llamarle Dios. Sin más.

Uno, que no ha podido evitar en muchas ocasiones referirse a genios por evidentes genialidades, duda hasta qué punto el genio es genio, y sobre todo hasta qué punto puede serlo. Es decir, si sus aciertos eran tan suyos como para en una obra colectiva como es la de el cine atribuírselos en exclusiva. O más aún, si efectivamente constatándose una naturaleza especial digna de ser reconocida, su genialidad puede dar para más que para unas cuantas películas, si cuando ha de seguir pergeñándolas año a año el resto de su vida, su genialidad tiene tanto recorrido. Incluso si este recorrido puede ser útil.

Con esto último, hablamos de esos casos en que el genio puede tener un mensaje o una visión interesante pero cuyo atractivo o la forma de encauzar su exposición se encuentra demasiado limitada por el envase: el cine es lo que es, un producto de entretenimiento. De esta manera, cuando pierdes la capacidad de entretener un mínimo, cuando tu discurso pierde estructura, cuando tu público se reduce, se ha perdido el potencial del mensaje con independencia de cuál fuera, de cómo de genial fuera lo que encerrara ese cascarón rancio.

Pero aparte está, como decíamos, la posibilidad de explotar unas cualidades sin descanso, una y otra vez. El genio que da con una película gloriosa, o incluso simplemente redonda como para congraciar a crítica y público, es fácil que antes o después sea víctima de la obligación de volver a rodar. De tener que decir incluso cuando no tiene más mensaje.

Volviendo a lo personal, uno dijo muchas veces que Burton era un genio por algunos rasgos y conceptos estéticos que en su momento tenían mucho más valor que el que se puede intuir ahora, con hordas de clonadores/diseñadores armados de tecnología digital y un ‘know how’ tan potente como para crear una ciudad con dos toques de ratón y una hoja de ruta creativa. Y también se ha preguntado hasta qué punto su virtuosismo podría mantenerse a lo largo de su cine, con las máculas que cualquier lector puede interpretar en su filmografía: la decadencia incomprensible de su planeta simiesco, con la oquedad rutinaria del maravillosamente conocido país de Alicia.

Y piensa incluso en el Rey Midas, en cuánto de genialidad auténtica invertía en sus primeras obras. Ve en ellas cómo algunos de sus modos se expanden en lo que parece un sello personal pero que puede ser también una limitación de su saber hacer. Volviendo a lo antes dicho, se pregunta cuánto tenía realmente de genio aquel hombre que viajaba en avión mientras se grababa la escena final de Tiburón y que a su vez representa el triunfo de la mercadotecnia en el cine, concretado en la época en que de forma más contundente el marketing apreciaba el efecto contagioso de anunciar como imprescindible el visionado de una cinta, el impacto de estrenar en miles de salas una película y el efecto de anunciarlo así.

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Ve también a Shyamalan, otro de los superventas, y ve cómo ante el desprecio al que muchos quisieron condenarle por la enorme rentabilidad del Sexto Sentido el hombre daba lecciones de rigor en las formas, empleando su extrema profesionalidad en el oficio. En su caso su carrera está repleta de desencuentros pero deja fácilmente momentos de genialidad en la más desdeñada de sus obras, y probablemente de forma especial en la elegética e incomprendida –por incomprensible– Joven del agua.

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Entonces llega la hora de referirse a los tipos aplastantes. Hitchcock, aquel que daba entretenimiento, clase y grababa en el recuerdo y en el subconsciente escenas, emociones y personajes que se quedaban para siempre y formaban la misma esencia de lo que el cine podía ofrecernos a lo largo de multitud de películas. Y el de siempre, Allen, un tipo que con una regularidad asombrosa ha dado muestras de un humor propio, crítico y a la vez entrañable, y que será estudiado en el futuro con asombro por los aficionados al cine.

Con casos como estos uno se pregunta quienes eran realmente genios, quienes lo eran incomprendidos, y quienes eran dioses. Algunas respuestas sí parecen claras.



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