La semana pasada asistí al pase de una película. Al iniciarse la proyección, pasó algo que nunca había visto antes en un cine: mientras que el sonido era perfecto, la imagen se veía en un rango de colores distorsionado, el negro era verde; el blanco, rojo; el azul, amarillo...

Después de ver Tron, uno ya no se atreve a decir si esas primeras imágenes con esa gama de colores eran un defecto de proyección o un deseo del director... pero luego recuerdas que estás viendo una película dirigida por Clint Eastwood y piensas que es muy improbable que ese director haya tomado una decisión estética tan arriesgada. La proyección se detuvo.

Tras un par de intentos más, la película finalmente arrancó en su gama de colores correcta. Aún así, el público de la sala no escatimó en frases de desaprobación hacia la sala de proyección: “No tiene ni idea de colocar la cinta.”, “Ha ajustado mal la cinta y el objetivo.”, “Lo raro es que no se haya quemado la película, ¡qué desastre de proyeccionista!”.

Entre las diez o doce personas que protestaron en voz alta, nadie mencionó que entre la lista de películas de la sala, el título de la que estábamos viendo aparecía con un discreto anexo entre paréntesis: “(v. digital)”.

Hace unos diez años, la DCI (Digital Cinema Iniciatives) formada por, entre otros, Disney, Fox, MGM, Paramount, Sony Pictures, Universal y Warner Bros, acordó las características que habrían de tener los sistemas de proyección para emitir cine en formato digital. La mayoría de ellas comprometió plazos de menos de un año para tener sus películas disponibles tanto en 35 mm (celuloide) como en DCI (digital).

Si este formato está tardando en llegar a los cines es por la resistencia de los exhibidores a asumir de modo unilateral el gasto de la adaptación. Existen unas 135.000 salas de cine en el mundo. Un proyector digital cuesta unos 150.000 euros. La eclosión del 3D y la urgencia de combatir la piratería han dado un impulso a la adaptación, que ya es inevitable. A los que nos gusta sentarnos cerca de la sala de proyección en el cine, pronto echaremos de menos oír el característico sonido del rotor que arrastra la cinta de la película por delante del haz de luz del objetivo.

Grabar un película en digital supone un gran ahorro de costes de producción. La última película de George Lucas, El Ataque de los Clones, ahorró casi 15 millones de dólares al evitar el celuloide como soporte de grabación. Cada vez son más frecuentes los rodajes con cámaras Red One, que graban en discos y memorias digitales, sin cintas, evitando todos los mantenimientos, traslados de soportes, laboratorios y transformaciones posteriores.

El nuevo formato evita todo el proceso de creación y distribución de copias a los cines, las míticas latas redondas de metal plateado. Crear cada una de esas copias enlatadas cuesta unos 1.200 euros, sin contar sus gastos de transporte a cada sala. Una película en su fin de semana de estreno, puede salir con entre 100 y 300 copias simultáneamente. El soporte digital se puede transmitir vía satélite a la sala, como quién se descarga un contenido en su PC para verlo en la televisión de su casa.

Y los espectadores, ¿ganamos o perdemos con la proyección digital? En cuanto a calidad de proyección, se puede abrir un debate como el que existió con la sustitución del CD por el vinilo. Los puristas pensarán que el celuloide ofrece una textura y detalle de imagen que desaparece con la reproducción digital, como la música pierde nitidez y brillo. En cuanto a contenidos, el nuevo formato abre un abanico de posibilidades a la proyección en salas: ópera, fútbol, teatro, acontecimientos en directo...

El cine, finalmente, se desvinculará de la fragilidad de su medio físico, el celuloide: inflamable, deteriorable, y con una rara tendencia a almacenarse y ser olvidado durante décadas.

Y nosotros pasaremos a ser víctimas del..., víctimas del... ¿alguna idea?