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Naturaleza invisible

Un artículo de Eduard Terrades || 28 / 3 / 2011
Pantalla Invisible

Algunos cineastas de la pasada década, procedentes mayoritariamente del continente asiático, se han recluido en la madre naturaleza para expresar sus manifiestos fílmicos; sus propuestas sólo pueden entenderse desde un punto de vista ascético, alejado de los soberbios discursos que profesa el cine indie norteamericano y de las vacuas formas narrativas del videoarte contemporáneo. Para algunos son puro esnobismo de una elite cinéfila, para otros significan un paso evolutivo en la reescritura cinematográfica, supliendo así un vacío temático. Eso sí, ambas posturas coinciden en que según qué filmes de encriptada sofisticación conceptual no dejan indiferentes a nadie.

El cine naturalista ha existido desde que el movimiento hippie se apoderó de las almas adolescentes en la década de los 60. Una tipología fílmica que debe entenderse dentro del realismo, como antes ya habían pertenecido movimientos equidistantes entre si: por ejemplo el cine soviético de mensaje socialista, el free cinema inglés o el neorrealismo italiano. Más allá de meras consideraciones técnicas, pretendemos centrarnos en esas producciones que integran el habitat natural como un personaje más, en los que se vertebra todo el planteamiento central de la trama; los espacios verdes se convierten en el motor que da fuerza a la ficción, ya que en muchos casos ésta última pende de un hilo por expresa voluntad de sus autores, convirtiéndose en docudramas sensoriales. Pero estos nunca antes habían tenido tanto respaldo como ahora, y a pesar de que aún siguen siendo para minorías, poco a poco nos van llegando largometrajes en los que se confunde el exotismo visual que emanan de sus poéticas imágenes con el discurso animista que realmente pretenden transmitir. En muchos casos son productos que han desembarcado en nuestras salas a través de festivales, derivado de la buena aceptación que han cosechado las producciones asiáticas en los últimos años entre la nueva clase cinéfila. No nos engañemos, la mayoría de largometrajes con este trasfondo naturalista proceden de Japón, China, Tailandia, Mongolia o incluso Turquía, y muchos han sido descubiertos gracias a la irrupción del DVD en nuestros hogares.

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Puede que el movimiento Dogma fuera la inspiración necesaria para que algunos realizadores inquietos se acercaran a la naturaleza con su mejor arma, es decir, con esa cámara que capta movimientos espontáneos en ambientes rurales, selvas frondosas o recreando tradiciones folklóricas y religiosas en zonas remotas alejadas de las grandes metrópolis asiáticas. Rodadas todas ellas con una iluminación natural y con una banda sonora que persigue los sonidos ambientales. Estas ansias naturalistas vienen apoyadas por una nueva conciencia ecológica, aunque sus detractores opinan que simplemente responden a una demanda por parte de ciertos espectadores que siguen ciertas filosofías orientales como respuesta a la moda chill-out que se vive en las grandes urbes occidentales. No entraremos en diatribas absurdas que justifiquen los argumentos de unos u otros para defenderlas o menospreciarlas, pues lo que interesa de verdad es comprobar lo que realmente aportan para el lenguaje cinematográfico.

Un puñado de producciones visualmente fascinantes, escogidas por sus intenciones vanguardistas, narrativamente revolucionarias y con historias lo suficientemente atrayentes para que todo el mundo se deje hipnotizar por sus minimalistas historias, servirá para constatar ésta nueva corriente no apta para los amantes de los blockbusters. Para empezar, el cineasta que mejor aglutina esa vasante naturalista es sin duda alguna Apitchapong Weerasethakul, cuya consolidación dentro del género le ha venido precisamente por la muy discutida Uncle Boonmee Recuerda Sus Vidas Pasadas (2010), una excesiva recreación de las manifestaciones fantásticas tailandesas, amparándose siempre en la religión budista (siguiendo las leyes del karma), que puede poner al límite la paciencia del espectador más precavido, a pesar de la belleza que se desprenden de algunas secuencias filmadas en las profundidades selváticas de la antigua Siam. Aún así contiene una série de lecciones morales ante la vida en las que merece la pena detenerse; una sabiduría ancestral que emana de algunos sermones que dictan sus personajes y que irremediablemente se contagia al espectador. De hecho no es la primera vez que Weerasethakul se nutre de cierta espiritualidad para narrar sus filmes, del mismo modo que en otras ocasiones ya pusó a prueba la paciencia del público foráneo (sus producciones son mejor aceptadas en Europa que no en su propio país); así Tropical Malady (2004), amada y odiada a partes iguales, hizo correr ríos de tinta al perderse su narracción en la frondosa jungla tailandesa y no salir de ella hasta el final.

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La sección en donde se dará a conocer obras perdidas del cine, de ayer y de hoy, con el objetivo de que lleguen al espectador con mayores inquietudes cinéfilas

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