No es un entretenimiento superfluo, no tiene una unidad temporal, ni un guión predefinido, del mismo modo que la conclusión sobre los hechos pretendidamente reales que se exponen en pantalla no llevan a ninguna parte, y ni tan siquiera el gore que aparece en algunas secuencias resulta divertido de ver. Y aun con todo, ésta es la gracia de The Bay (2012), un falso documental brillante, asquerosamente “disgusting”, que nos replantea si los medios de comunicación actúan respetando el código deontológico periodístico ante una situación de alarma causada por una epidemia o delante de una tragedia. Considerarla un “mockumentary” sería una osadía y una falta de respeto con el medio que subvierte, pues no se trata de ninguna “burla” falseada para divertir a los fanáticos del cine de terror, sino un producto nada desdeñable, intenso, dramáticamente desesperante e impactante, que retrata las últimas horas de un pueblo costero y que propone una seria reflexión sobre los efectos devastadores que pueden provocar los desechos y residuos que generamos si no se hace una buena eliminación de ellos.

Si a mitad de película se piensa fríamente en lo que se está visionando, a uno se le ponen los pelos de punta. Un apacible pueblo de Maryland, que basa su economía local en la industria pesquera y el turismo, se ve seriamente afectado por una extraña e científicamente inexplicable invasión parasitaria generada frente a su bahía. Una periodista recogerá el testimonio e intentará recopilar todo el material existente que atestigüe esa epidemia, ocurrida en pleno 4 de Julio y que se cobró hasta el 40% de vidas del pueblo, para evitar que quede en el olvido por culpa de la censura gubernamental. Videos de cajeros automáticos, de supermercados, cámaras domésticas encontradas en el lugar, videos policiales e incluso las grabaciones que su equipo efectuó durante esas fatídicas horas. Todo montado de forma anárquica, sin seguir una lógica cronología. La única manera para no desorientarse y poder encajar las imágenes en nuestras cabezas, para así poder montar una sucesión de los hechos lo más estructuradamente posible, es seguir las indicaciones de fechas y horas de lo gravado, impresas en pantalla en cada inicio de secuencia, en cada plano utilizable de alguna de las supuestamente cámaras reales, hechas trizas, y rescatadas por el equipo de investigación. Ojo, eso no significa que no tenga una estructura narrativa, sino que debemos ser nosotros los encargados de reconstruirla. Y en este aspecto, el filme acierta, porque implica un esfuerzo mental a la par que lo intelectualiza o, dicho de otro modo, se aparta de los vulgares “falsos documentales” tipo Chernobyl Diaries (2012).

Decía que es injusto tratarlo como un “mockumentary” al uso, aunque inevitablemente se inscribe dentro del género del falso documental, pues no deja de reproducir las convenciones del documental para causar pavor al espectador. Pero es que esta ficción cinematográfica podría no serla, podría ser perfectamente una no ficción, un docudrama posible, pues los pequeños parásitos que se alojan y se alimentan, primero en las tripas de los peces, luego en el de los humanos (ojo, no es ningún “spoiler” porque se muestra en el primer cuarto de hora, el objetivo es la desorientación y la censura informativa), son de un tamaño que podrían darse en cualquier ecosistema de nuestro planeta. Barry Levinson (sorprendentemente, el otrora realizador de títulos tan emblemáticos de los años 80, como Good Morning, Vietnam o Rain Man) quiso hacer una crítica feroz contra la pasividad humana entorno a la porquería que la especie humana genera y vierte a los océanos. ¿De dónde procede el foco de infección? Tanto da. Queda evidenciado que nuestros mares son un vertedero al que cada año van a parar toneladas de basura. En el filme, aunque se quede en el aire, todo indica que el responsable es el mal tratamiento de purines de una granja adyacente a la bahía; no obstante también se especula sobre el mal funcionamiento de una planta desalinizadora e incluso de cierto vertido nuclear no autorizado. Pero nada queda clarificado al final, solo el pavor de que eso pueda suceder en algún sitio cercano a nuestras viviendas y que, en parte, todos seamos un poco responsables de ello. Por suerte, sabemos que no deja de ser una ficción (muy bien hecha, eso sí). El único inconveniente después de visionarla, más allá del efecto nauseabundo que puedan producir sus desagradables imágenes apoyadas por un montaje mareante, es que a lo mejor se os pasarán las ganas de comer pescado fresco o marisco en mucho tiempo. Avisados estáis.