Uno de esos grandes misterios de la distribución española es la condenación de Tokyo Sonata (2008) al ostracismo perpetuo, teniendo en cuenta que han pasado unos cuantos añitos desde que se anunciase su estreno; un filme que habla precisamente de los problemas de comunicación, en este caso de una familia estándar japonesa, y en la que Kiyoshi Kurosawa utiliza los engranajes que sirven para construir un drama familiar para seguir hablando de sus preocupaciones, de su nihilista visión de la vida y, en definitiva, de todas esas inquietudes que rodean su mundo al considerar que su sociedad se encuentra a la deriva desde hace ya algunos lustros. Un padre de familia, como eje central de ese engranaje, será el encargado de guiarnos por la capital nipona durante un par de horas, cuyas apartadas localizaciones la alejarán de sus lugares más reconocibles y emblemáticos, sirviendo esta turística megalópolis únicamente como escenario para desarrollar una serie de conflictos internos que darán paso a todas las turbaciones sociológicas que agobian al realizador.
Kiyoshi Kurosawa consiguió cambiar de registro con esta película que se mueve en los límites de la contemporaneidad del Tokio hiperrealista con el propósito de desarrollar un sólido drama familiar, alejándose del cine de terror etéreo al que había dedicado buena parte de sus últimos diez años. Los únicos espectros que aparecen en Tokyo Sonata son los fantasmas interiores de sus protagonistas. Tampoco huye de su línea temática, pero en vez de erigirse como el profeta de lo sobrenatural, demuestra ser un brillante narrador del ofuscamiento familiar. La historia principal se desenvuelve en el seno de una familia de clase media sin problemas económicos, hasta que el padre es despedido en la empresa que lo ha visto crecer y decide engañar a su familia. Pero no es el único miembro que mediante sus mentiras piadosas desequilibrarán el núcleo familiar: uno de sus hijos utiliza el dinero que le da su padre para el almuerzo para pagarse unas clases de piano de forma clandestina, su verdadera pasión; mientras que el hijo mayor decide enrolarse al ejército de defensa como vía de escape a ese ambiente opresivo familiar y no proseguir con su patética existencia realizando “trabajos basura”. Toda una serie de farsas desembocarán en el suicido metafórico de todos los miembros de esta familia aparentemente ejemplar. Todo ello salpicado por las profundas reflexiones del padre, un magnánimo Teruyuki Kagawa (vedlo en Sukiyaki Western Django o Memories of Matsuko, por suerte ambas han sido editadas en nuestro país), perdiéndose en su propia neurosis y su frustración de ser un fracasado padre de familia, y que podría ser perfectamente un personaje a incluir en una hipotética continuación de Doppelgänger (otra película previa del mismo realizador en la que el neurótico protagonista era interpretado por Kôji Yakusho, actor presente entre el reparto del filme que nos ocupa, en este caso interpretando a un ladrón que intenta seducir a la esposa de esta familia fraccionada por el despido fulminante del “pater familias”).
La incomunicación forma parte de un proceso de destrucción individualizada, y Kurosawa pretende mostrar el carácter de unas personas que son el reflejo de la soledad contemporánea, uno de los males que aguarda la sociedad japonesa en lo más profundo de su génesis. Kurosawa nos advierte que, sí todos los habitantes de Tokio padeciesen esta enfermedad, causada en parte por el exceso de estímulos ociosos y tecnológicos, la ciudad (o todo el país) se destruiría de forma colectiva (como bien pregonó en Kairo o Cure), porque ya se sabe que sin comunicación una sociedad no puede funcionar. Pero tal y como nos mostraba al final de Bright Future (2003), cada individuo debe elegir que senda quiere seguir. En este caso, cada miembro que integra esta disfuncional familia japonesa ha decidido actuar por cuenta ajena, ignorando el posible apoyo emocional de los otros miembros, y enfoca su vida hacía un futuro lleno de incertidumbre, en una sociedad que le asfixia por completo (el padre porque se encuentra en paro, la madre porque vive relegada en un papel secundario, el hijo porque no puede realizar su sueño de convertirse en pianista profesional y el otro hermano porque es el favorito de su padre y vive constantemente en un espiral de competitividad constante).
El problema, tal vez, es que quiere hablar de demasiados temas y solo los pone encima de la mesa sin profundizar en ellos como debería: el “bullying” escolar a otro nivel (lo padece un profesor por parte de sus alumnos, la clase a la que pertenece ese futuro pianista); el peliagudo tema del desempleo y las empresas de trabajo temporal o “basura” nacionales; las jerarquías sociales en la sociedad nipona; la crisis en un matrimonio provocada por la falta de apetito sexual como el detonante de un distanciamiento entre los cónyuges, así como la animadversión mutua resultante de ello; las frustraciones de los adolescentes de una generación que ve como la figura del padre es suplida por la de sus tutores escolares; etc. Y como está planteada desde un racionalismo sociológico y estadístico, huye de cualquier emoción; de forma abierta no se muestran los sentimientos de ningún personaje, solo los ojos empapados del padre en la escena final, mientras el hijo se concentra en una audición de piano, dejan entrever su emoción contenida. ¿Es esta frialdad necesaria para hablar de todos los problemas que deben afrontar estos miembros de una familia que se va desestructurando por la vorágine de una sociedad que se ha ido degradando a marchas forzadas como un espiral succionador? Tal vez sea una condición “sine qua non” de muchas familias niponas. Lo que si queda evidenciado es que se puede hablar (o mostrar) todas estas problemáticas que acechan este país insular de una forma adulta y racionalizada sin caer en el tedio y en el aburrimiento (como hace Masahiro Kobayashi en Bashing o Wakaranai), sin abusar de los excesos del pathos (como hace Sion Sono en las, por otra parte, excelentes Be Sure to Share o Himizu) o sin tener que recurrir a la parodia cruel (como en la horripilante, inmoral y, a veces, sobrevalorada Visitor Q de Takashi Miike).
Además, y como siempre nos tiene acostumbrados este cineasta que aprendió su oficio en la fecunda industria del “direct-to-video” autóctono, uno de sus puntos a favor técnicos es la manera en como desarrolla su narración mediante diferentes tempos: la desalineación narrativa sin perder el sentido narrativo, el sentido del ritmo, es una de las máximas virtudes de su discurso fílmico. A pesar de no seguir una estructura narrativa clásica, nunca pierde la unidad temporal de la escaleta central que define la trama principal. En Tokyo Sonata también aplica este método narrativo de una forma ejemplar, todo un ejercicio de estilo: la primera hora se definen a los personajes, lo que esconden, de una forma más lineal, y es en la segunda cuando la locura se apodera de alguno de ellos; la falta de comunicación hace que acometan acciones irracionales que los distancian unos de otros. En este punto la narración se bifurca en pequeñas sub-tramas que concluyen en la reconciliación familiar, que se consigue de una forma casual, como si esos extraños comportamientos de los últimos días hubieran servido para exteriorizar sus frustraciones más que como un desahogo de las mismas. La sonata a la que alude el título es precisamente este doble contraste narrativo (más que temático, como en música suele referirse a este procedimiento compositivo) segmentado en tres movimientos claramente diferenciadas y equilibrados: exposición de las problemáticas internas de cada miembro de la familia, el desarrollo de las mismas utilizando a los cuatro personajes y, del mismo modo que un compositor en una pieza musical somete la partitura a diferentes procedimientos, procediendo así a una cierta inestabilidad melódica, juega con ellos y los pone al límite; concluyendo en la recapitulación de todos los actos que han venido acometiendo y resituándolos en el punto inicial, en el seno del núcleo familiar alrededor de la mesa del comedor, habiendo evolucionado y madurado. La coda final: el hijo prodigio tocando el piano mientras sus padres le han dado una segunda oportunidad a su matrimonio. La Sonata de Kurosawa resulta, pues, mucho más positivista de lo que él mismo se hubiera imaginado.
Ediciones disponibles: editada en Inglaterra por el sello Eureka Entertainment en una edición especial combo DVD/BD, repleto de extras, entre los que figuran un documental making of de 60 minutos, entrevistas y la premiere en Tokyo, más un libreto de 28 páginas.