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Nameless Gangster

Un artículo de Eduard Terrades Vicens || 25 / 11 / 2013
Pantalla Invisible

El 13 de Octubre de 1990, Roh Tae-Woo (ex-presidente de Corea del Sud, siéndolo en el período comprendido entre los años 1988 a 1993) hizo una declaración de guerra a la mafia autóctona. El otrora sexto presidente de la República Coreana había sido miembro de la policía y su formación academicista en el ejército (el ROK Army) determinó su firme ofensiva contra el crimen organizado, después de una década convulsa donde la degradación moral se había instaurado en el seno del propio gobierno, autoritario y predecesor, de Chun Doo-hwan. El realizador Yoon Jong-bin (The Unforgiven) utilizó este contexto político-histórico para diseñar un elaboradísimo, exquisito y premeditado filme en el que la corrupción oficializada entre miembros de la autoridad competente se entretejía con las actividades delictivas de un par de clanes de “kkangpae” (denominación de origen de la mafia surcoreana, con reminiscencias históricas que arrancan desde la dinastía Joseon, cuya romanización es con doble “k”). El resultado final fue Nameless Gangster (2012), cuyo historicismo lo aleja de los convencionales thrillers de acción que cada año se ruedan en este país democrático y, dentro de la historia del séptimo arte, se situaría entre una de las mejores producciones sobre mafia que se hayan rodado en el último lustro; un retrato de los bajos fondos de las tres últimas décadas de la Corea menos conocida por esos neófitos que se han acercado a este país del extremo asiático, con ansias de convertirse en toda una potencia económica, desde precisamente su industria cinematográfica.

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Un hombre de negocios (Choi Min-sik, el protagonista absoluto de esa obra maestra llamada Old Boy y que ha sido objeto de remake por parte de Spike Lee) es arrestado en pleno Busan, sin que aparentemente sepamos los motivos exactos. Retrocediendo en el tiempo, concretamente en el año 1982, descubrimos que ese trajeado individuo era en realidad un funcionario corrupto de aduanas, que se ganaba un sobresueldo aceptando sobornos de quienes intentaban pasar productos ilegales. Durante la crisis de los 80 fue puesto de patitas a la calle y como aun conservaba un alijo de droga en su poder decidió ofrecérsela a un pequeño gánster local (Ha Jung-woo, visto en el espléndido thriller de intriga The Chaser), cuya popularidad está subiendo como la espuma debido a su inteligencia en los negocios y hábil estratagema para burlar a las autoridades. Su alianza promovida por un casual vínculo familiar que arranca décadas atrás, les permitirá convertirse en los reyes del Busan “underground”, rivalizando con otros clanes, a los que expulsarán de sus territorios de la noche a la mañana dadas sus artimañas violentas. A medida que sus actividades criminales vayan expandiéndose, su enemistad irá creciendo, provocada por la incursión de un reputado fiscal que irá pisándoles los talones. Paradójicamente, el hijo de ese neo-gánster, querrá estudiar la carrera de derecho para convertirse precisamente en un fiscal, aun sabiendo que su padre no es agua clara. La pertenencia a ese mundo de luxo criminal causará serios quebraderos de cabeza a ese hombre apuesto que empezó como funcionario empobrecido, cuando deba elegir entre traicionar a su socio (y padrino) para colaborar con el departamento anti-corrupción, pudiendo así seguir al lado de su hijo sin pasar por cárcel, o salvar el status quo como padrino y no ser eliminado por todos aquellos enemigos que se ha ido ganando a pulso a lo largo de su trayectoria mafiosa.

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Aunque no han sido pocos los críticos que han convenido que este refinado largometraje gansteril le debe mucho al estilo que impuso Martin Scorsese después de rodar Uno de los Nuestros (1990), lo cierto es que considero que esta apreciación es errónea. La única influencia directa (medio reconocida por su realizador) la encontramos en el cine rodado por Kinji Fukasaku a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, pues este cineasta nipón reformuló el cine “yakuza” con un subgénero específico (el “jitsuroku”), cuyos relatos solían partir de hechos verídicos que habían causado sensación en la prensa de la época, y en el que la anarquía visual contrarrestaba con las delicadas pausas dramáticas que servían para mostrar los conflictos internos de los personajes. Nameless Gangster utiliza premisas reales que históricamente marcaron los movimientos políticos de los años 90, pero sin ese estilo neorrealista de los filmes de Fukasaku (aunque algunos enfrentamientos y ambientes que frecuentan los protagonistas sí lo son). Las transiciones intimistas incluso son mucho más pronunciadas y encima utiliza ciertas canciones retro, de pop-rock local, para el montaje de algunas secuencias que sirven como interludio de la trama oficial, ayudando a aclimatar al espectador local (y también Occidental) a ese período concreto, que no vivió por motivos generacionales. Por otro lado puede resultar nostálgico para aquellas audiencias surcoreanas más veteranas que si lo vivieron, tal vez no en sus propias carnes, pero si a través de los noticiarios radiofónicos o televisados. Son interludios musicales que afectan a la narración (como el desembarco de un pequeño velero en un barrio de pescadores) y que están filmados a la manera en como Fukasaku lo hacía en su filmes (éste recurría a la música psicodélica nipona de la época y a las tonadillas del “enka”).

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Namless Gangster tuvo una respuesta más que positiva por el público local: más de cuatro millones de entradas vendidas en tan solo 26 días de exhibición. Su vida comercial se prolongó e hizo que muchos distribuidores internacionales se fijarán automáticamente en ella. A pesar de sus referencias socio-culturales y, obviamente, políticas, es un filme muy exportable. Y eso que su narración no sigue un patrón estructural clásico academicista, pues se van combinando los prolongados flashbacks (que prácticamente no se consideran como tales porque siguen un “timeline” progresivo hasta los hechos que se narran al principio), en los que se ve los “early days” de ambos mafiosos y su ascensión al poder, con los acontecimientos con los que arranca la trama y que se sitúan a principios de los años 90, hasta que se junta la línea temporal con el clímax final y posterior epílogo en la actualidad. Su acertada y milimétrica puesta en escena, su calibrada narración, su elaborada búsqueda de elementos y referencias demuestran que su bagaje cultural, el de sus creadores, es extensísimo. Para ello se necesita de un pequeño esfuerzo del espectador, pero su realizador facilita mucho esa comprensión al narrar con precisión, con lenguaje llano y orden cronológico, todos aquellos acontecimientos necesarios para que cualquiera que no haya vivido esos años convulsos pueda sentirse que forma parte del conjunto.

Hay que reconocer que ese sabor nostálgico por los años 80 surcoreanos no es el único rasgo característico que determina su input cualitativo. Tampoco es una exclusividad de su trama (solo falta ver como es retratada esa década, desde un punto melodramático, en la exitosa Sunny, dirigida un año antes por Kang Hyeong-cheol), pero que se entremezcle con tanta maestría con una clásica historia de mafias ya no resulta tan habitual. Tampoco lo es el hecho de que convenciera a tantos espectadores de perfil distante, pero como el propio realizador afirma en entrevistas: “la razón por la que quise contar una historia ubicada en los años 80 es que tengo la sensación de que el clima social de entonces es muy similar al de ahora. Hace unos tres años sentí que la época de mi padre, ya fallecido, había vuelto, una época en la que la buena voluntad estaba destinada a la propia supervivencia y bienestar”. Puede que en estas palabras vertidas por el joven cineasta, y que se encuentran recogidas en el libreto de prensa, se encuentre la clave a la buena acogida en general que tuvo el filme; puede que simplemente haya dos generaciones de surcoreanos que, salvando las distancias de la evolución tecnológica, se encuentren muy próximas socialmente a los problemas interiores que les ahogan, preocupan o no los hacen prosperar económicamente. Y nosotros, desde Occidente, con una mirada antropológica y filantrópica, nos parezca fascinante ese nexo de unión universal generacional, expresada a través de dos diablos que precisamente quieren progresar a la velocidad de la luz. Motivos superlativos para ratificar que estamos ante una de las producciones surcoreanas de las últimas temporadas que mejor hibridan el historicismo contemporáneo con el entretenimiento. Una producción que, valga la contradicción con su título, se ha hecho con un nombre entre la cinefilia especializada y ha abierto una brecha de originalidad morfológica en la sobresaturada industria de cine de su país, lo que ya de por sí es motivo para tomarla en consideración, más allá de su aroma de romanticismo por una década nada gloriosa pero sintomática de los cambios que estaban por venir.

Ediciones disponibles: editada en nuestro país por la distribuidora especializada en cine asiático Media Tres, tanto en formato DVD como Blu Ray en un máster impecable, pero sin extras remarcables.



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