En la última década se han puesto de moda otro tipo de disciplinas marciales provenientes de países del sudeste asiático, siendo seguramente la más popular el muay thai a consecuencia de la sobrevalorada Ong Bak (Prachya Pinkaew, 2003), producción tailandesa que abrió la brecha a un mercado local copado por cintas de acción y en que este folklórico y sagrado arte marcial era el máximo protagonista.

Cansado de tantos productos clónicos, Gareth Evans, un realizador inglés afincado en Indonesia, decidió presentar una nueva modalidad practicada en el archipiélago indonesio y en la península malaya: el “silat”, un conglomerado de técnicas marciales extremas que se extienden a otros territorios asiáticos como Vietnam o Filipinas. Para ello apadrinó a Iko Uwais, un joven que domina este arte supremo y cuyo parecido razonable con Tony Jaa (el campeón indiscutible del muay tai cinematográfico) significaba sumar algunos puntos extra con tal de venderla en Occidente.

El resultado final ha sido Merantau Warrior (2009), un largometraje que recorrió medio mundo y que, por su ajustado presupuesto, consiguió obtener los suficientes beneficios como para que Evans se embarcará en un proyecto mucho más ambicioso (la impactante The Raid), y de paso dar a conocer su (breve) filmografía previa a esta predecible pero convincente cinta de acción.

Predecible y previsible guión con una trama básica para poder desplegar la espectacular escenografía marcial que hace uso Uwais: Yuda es un joven que vive en la región étnica de “Minangkabau” (oeste de Sumatra) y que se ha adoctrinado con un maestro de “silat” hasta que ha conseguido alcanzar el nivel supremo (conocido tradicionalmente en dicha región por “merantau”, que es el otorgamiento especial a la persona que ha finalizado su preparación física y espiritual en dicha disciplina). Como proviene de familia numerosa y no disponen ni demasiados recursos económicos, ni de medios con los que valerse (principalmente viven de la agricultura), decide emigrar a Jakarta para abrir una academia de “silat”, con la finalidad de enseñar a los chicos de la capital a dominar este arte marcial. Pero tan pronto como llega a la ciudad le roban la cartera, descubriendo que el ladrón no es otro que un niño sin recursos que subsiste con pequeños hurtos para poder pagar la deuda que su hermana ha contraído con un proxeneta. Decidido ayudarlos, intenta plantar cara a los mafiosos del burdel en donde ella trabaja, pero al primer enfrentamiento se da cuenta que detrás del prostíbulo se encuentra algo mucho más oscuro que un simple negocio de ocio nocturno: una red de tráfico de mujeres comandada por dos Occidentales sin escrúpulos. A partir de aquí decidirá jugárselo a una sola carta para terminar con el contrabando sexual y, entre torta y torta y algún que otro disparo, él solito desarticulará a todo el grupo, poniendo en práctica el “silat” al servicio de la justicia.

Técnicamente no se le puede reprochar nada: bien rodada y encuadrada, con una fotografía que resalta sobre todo la iluminación de los ambientes nocturnos, con una banda sonora que describe en todo momento las situaciones en las que se ven envueltos los personajes (tanto en la parte dramática como en las portentosas escenas de acción) y unos actores ajustados milimétricamente a lo que se espera de ellos (que resulten creíbles para poder cubrir esos huecos dramáticos cuando no hay peleas). En el aspecto en donde se la puede amonestar es en el ritmo, parte esencial en una producción de artes marciales y que como tal debe ser lo suficientemente dinámico para suplir las carencias interpretativas o argumentales. Y por desgracia el tempo no es lo que debería ser en un producto en el que se ha intentado mostrar los diferentes dramas personales de los protagonistas para no saturar el metraje con luchas continuas (subtramas innecesarias que en el director’s cut de 135 minutos se amplían hasta lo aborrecible, a pesar de que las escenas de acción se dilatan un poco). Por lo tanto se agradece que el montaje internacional se quede en poco menos de dos horas, pues algunas secuencias ya están insertadas con calzador, y enturbian lo que realmente espera el espectador: sucios combates con cierta coreografía artística. Artes marciales por cierto planteadas a la “old school”, es decir, sin CGI, ni excesivo uso de cables (destaca por encima de otras la persecución por los tejados de Jakarta, con saltos entre edificios, atropellamientos con motos y una embestida con una lanza de madera entre dos azoteas) y ensayadas por auténticos profesionales en la materia.

Puede que algunos vean una mera repetición sinérgica entre Merantau Warrior y las monótonas cintas tailandesas de los últimos tiempos, y parte de razón tengan, pero a diferencia de estas, el largometraje de Evans contiene un poco más de desarrollo conceptual de las interpretaciones (que no de los personajes, que siguen siendo igual de superficiales), un montaje mucho más depurado y acorde con el raccord y, sobretodo, un enfoque ligeramente distinto en todas las resoluciones de las escenas con componente marcial. Y que narices, que nunca antes la ciudad de Jakarta se había presentado como escenario natural para un blockbuster de artes marciales. Todo por el orgullo de un cineasta del que esperamos ansiosamente el remontaje de The Raid, la producción mas bestia de acción que nunca se haya filmado. Coming Soon.