Hay un tipo peculiar dentro de la industria del cine que sobrevive siguiendo sus propias directrices. Sus trabajos son fruto de su excentricidad, promoviendo además un espíritu anárquico en sus rodajes. Abel Ferrara es su nombre y a él lo acompaña una dilatada carrera cinematográfica que lo ha vinculado estrechamente con los degradados barrios de la Gran Manzana. Precisamente, entre la séptima y la octava avenida, existe un lugar mágico que conoce a la perfección; sus interiores aguardan mil y un tesoros artísticos y sus paredes acogen secretos que muy probablemente nunca sean desvelados. Visitante y huésped habitual de este famoso edificio, que en la actualidad solo funciona como hotel pero que en el pasado reciente también era el hogar de algunas personalidades del mundo del espectáculo, ya que habían alquilado alguno de sus apartamentos, decidió dedicarle un agitado docudrama: Chelsea on the Rocks (2008), en el que además de mostrar sus entrañas pretendió denunciar a los nuevos propietarios, empresarios sin escrúpulos que han pervertido (valga la hipérbole) la esencia de este libertino enclave. Un viaje intimista a través de las miradas oblicuas de distintos artistas (pianistas jubilados, pintores, tatuadores, fotógrafos, escritores, etc) y outsiders (coleccionistas de discos, drogadictos, etc) por uno de los sitios más deliciosamente libertarios del Nueva York de antaño.

El guionista y director Milos Forman, el dibujante underground Robert Crumb, el desaparecido Dennis Hopper, un desacomplejado Ethan Hawke (que demuestra sus dotes musicales) o la actriz Shanyn Leigh; todos ellos forman parte del generoso reparto que integra este docudrama, por el que también transitan personalidades difuntas de la talla de la cantante Janis Joplin, el vanguardista Andy Warhol o el destructivo Sid Vicious, que para la ocasión resucitan caracterizados por otros actores o recuperados a través del “archive footage”. Es por esta razón, y porque durante sus ajustados 86 minutos se combina ficción con entrevistas y prolongados paseos en los que aparece el mismo Ferrara, que hemos de hablar de un docudrama más que de un documental puro y duro. Posiblemente, el capítulo dedicado a revivir la ya legendaria muerte de Nancy sea el que más libertades se toma a la hora de reinterpretar unos sucesos verídicos que terminaron en tragedia. Y es que a pesar de que Ferrara se aferra a la idea, siempre mantenida por quienes le conocían, de que verdaderamente no fue Sid Vicious quien la asesinó, sino uno de los traficantes de droga que esa noche la visitó en su habitación del hotel, se deja llevar por la exaltación ficticia del crimen; ensalza el asesinato más allá de lo testimonial. Muy probablemente lo que sucedió de verdad en esa fatídica noche sea bastante similar a lo que expone Ferrara mediante un escenario movido por lo caótico, pero hay que ser consecuentes con la crónica negra de la época y atenerse a lo morboso del asunto, pues además de alimentar la mala fama del bajista de los Sex Pistols, significó un punto y aparte en la historia del movimiento punk. Sea como fuere, se combina la dramatización con imágenes fotográficas de la época sonsacadas de los archivos policiales. Otro material de archivo del que también se apoya y hace uso para poder mostrar otras épocas pasadas, tanto de la contracultura americana como de la propia historia del hotel, es el vinculado con los grupos hippies y el pop art (de aquí que aparezcan Joplin y Warhol).

Pero si hay que mencionar a un personaje que destaque por encima de los demás, este es el propio hotel, que es mostrado en toda su esplendor como si fuera un ser vivo más. Sus azoteas y su fachada principal vendrían a ser sus ojos y su espina dorsal, y entre otros momentos que refleja Ferrara desde dichos espacios están el de los atentados de las torres gemelas del 11 de Setiembre del 2001. En contra, su estructura y diseño interior, todos esos recovecos y pasillos secretos que el cineasta se conoce al dedillo, constituyen los órganos vitales de este bohemio hotel, siendo sus pulmones los distintos apartamentos privados que hasta hace bien poco eran habitados por inquilinos fijos (tal y como apuntábamos al principio de este artículo, el realizador crítica el mobbing inmobiliario al que fueron sometidos para poder convertir sus viviendas en habitaciones de lujo). Otros rincones emblemáticos que refleja la cámara anárquica de Ferrara son los locales comerciales ubicados en los bajos del edificio, que podrían resumirse en una vieja tienda de instrumentos (en la que incluso se atreve a tocar una canción de composición propia con una guitarra española) y un restaurante de interiorismo español (de hecho se llama El Quijote) con un largo pasillo que comunica con el vestíbulo y la escalera del hotel (¡casualmente mientras rueda se topa con un camarero gallego!). Sin olvidarnos de la escalinata interior, repleta de lienzos con pinturas de diferentes estilos pictóricos; una abarrotada selección natural que ha ido creciendo década tras década y que se convierte espontáneamente en un museo en permanente movimiento. Por lo tanto es un filme que gustará a todos aquellos viajeros que sientan curiosidad por visitar edificios estrambóticos con un largo pasado legendario: el Chelsea Hotel es uno de estos lugares en el que te perderías una tarde entera recorriendo todos sus espacios. Ferrara ha querido imprimir esta sensación de ida y venida infinita mediante un largometraje que se pierde en su narración pero no en su prosa nostálgica. Una reunión social gravada en fotogramas y tomas experimentales para deleite de todos aquellos que han formado parte o no de este viaje histórico por uno de los hoteles con más glamour de toda Nueva York.