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Mushi-shi

Un artículo de Eduard Terrades || 20 / 8 / 2012
Pantalla Invisible

Introducirse en el vasto folklore fantástico nipón siempre ha requerido de un esfuerzo suplementario por parte de los occidentales, pues si no convives con esos entornos naturales de la religión shintoista, difícilmente se puede apreciar la riqueza simbólica de la religión autóctona japonesa. Esta premisa es la que se desarrolla en Mushi-shi (2006), un encriptado filme dirigido por Katsuhiro Otomo que ahonda sus raíces en un prestigioso manga para adultos de la dibujante Yuki Urushibara, y en el que a través de un peculiar chamán que se dedica a interactuar con unas entidades invisibles, podemos ser testigos de ese misticismo naturalista alejado de los grandes neones.

Resulta complejo explicar la trama de un largometraje que precisamente lo que hace es complementar la obra original y su versión animada; y es que Mushi-shi es un cómic cuya concepción entronca con las deidades invisibles que forman parte del Shintoismo. Ya de por sí, en esta obra, el concepto de “mushi” presenta algunos problemas de abstracción y traducción para el público autóctono, pues para un japonés corriente no dejan de ser los simples insectos, pero la conjugación metafórica que Urushibara ofrece del término los vincula con entidades sobrenaturales que pululan por las zonas rurales (los “kodama”, unos espíritus que viven en los árboles, vistos en La Princesa Mononoke, podrían ser uno de ellos) y que en esta ocasión vienen representados por formas microscópicas, hongos o simples corrientes de luz. Ginko (un meditado y muy bien caracterizado Joe Odagiri) es un enigmático trotamundos que se dedica a proteger estas especies por motivos que, de entrada, desconocemos, pero que a medida que avanza su longevo metraje (132 minutos) se nos advierte de su estrecha vinculación con ellos: de pequeño fue salvado por una mujer que fue expuesta por una vena de luz de un “mushi”, dándole poderes para interactuar con ellos; fue ella quien le transmitió sus sabidurías entorno a estos extraños seres, pero sí se dejaba engullir por la materia oscura (“tokoyami”) que dicho “mushi” contenía en su interior, y que vivía controlado en un estanque cercano, podía arrebatarle su vida. Para evitar que el niño cayera en el pozo de la oscuridad por accidente, pactó con dicho ser que lo dejara ser un emisario del mundo oculto de los de su especie, pero como contrapartida le absorbió su nombre (siendo Ginko su nueva identidad) y tuvo que adaptarse a su nueva condición física (he aquí el motivo de su tez blanca y su pelo canoso cuando es adulto). Con el tiempo se ha convertido en un maestro de los “mushi” y se dedica a preservar el espacio de transición entre ellos y los humanos, a pesar de que en ocasiones surjan conflictos entre ambos mundos y deba mediar para restablecer el equilibrio entre ambas especies.

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Principalmente Otomo ha mezclado los capítulos segundo (“Los Cuernos Blandos”), séptimo (“El Mar de Escritura”) y décimo-quinto (“Los Peces Tuertos”), junto con el noveno (que se va desarrollando durante una buena parte del metraje y del que coge a uno de sus personajes, interpretado por el gran Nao Omori, para acompañar al maestro durante todo su periplo) y las últimas páginas del manga, intentando compactarlos en una sola historia que sirve de pretexto para presentar a los “mushi” y mostrar su cara oculta, además de intercalar mediante flashbacks la niñez de Ginko. El problema estriba en que la fuente original está construida a través de pequeños relatos cortos, en los que la autora muestra las distintas criaturas invisibles a medida que se va desvelando las intenciones del maestro viajante, así como sus intimidades y pensamientos más profundos. También aparecen algunos personajes secundarios, como por ejemplo un doctor que es amigo de Ginko y que se dedica a coleccionar fósiles y objetos raros relacionados con los “mushi”, y que en el filme quedan reducidos a simples cameos.

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En esta “live-action” (que es como en Japón se conoce mayoritariamente a las producciones basadas en mangas) era imposible abarcar todas las historias que conforman la totalidad de la obra en poco más de dos horas, por lo que el otrora director de Akira optó por contratar los servicios de Sadayuki Murai (que ya había trabajado con él en Steamboy) para poder exponer las bases conceptuales del manga de Urushibara, en una historia narrada de forma más lineal y pensada para ese espectador no familiarizada en ella. A pesar de que se trate de una más que decente adaptación, es preferible empaparse previamente de unas cuantas páginas antes de visionarla, pues su lectura resultará beneficiosa para su comprensión. A favor de Otomo hay que decir que se ha esmerado por ofrecer un filme con un gran encanto visual, con un despliegue de CGI perfectamente integrados con el entorno natural que ha escenificado y momentos de puro terror minimalista, en esa línea del “neo-kaidan” del nuevo milenio (léase recovecos de chozas oscuras con presencia maligna y mujeres con melenas largas).

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Seguramente la problemática resida en que Urushibara fabuló con un mundo mágico con el que no todo el público puede conectar, en parte porque las creencias que pretende mostrar parten de una realidad en vías de extinción, pero también se debe a que para el espectador foráneo es complicado acceder a ellas si no se visita los paisajes del interior rural de Japón, y desgraciadamente los viajeros suelen optar por la parte del litoral o pre-litoral. Esto no debería ser una barrera para interesarnos por estos seres fantásticos, pero se necesita de un poco de paciencia para adentrarse en este mundo reposado en que los “kami”, las deidades shinto, nos envuelven con su aura. De hecho, no es la primera vez que el Shintoismo aparece escenificado en una obra fílmica (ni mucho menos en un manga), pues el discurso de por ejemplo la cineasta Naomi Kawase siempre ha basculado entorno a aspectos socioculturales y festividades relacionadas con la religión nuclear de su país, pero muy probablemente nunca antes se había reflejado con este hermetismo con que nos la presenta Otomo en forma de pausadas tomas y con una bellísima fotografía. Hayao Miyazaki la ha abordado desde sus imaginativos mundos a través del anime y de una óptica familiar (la mencionada La Princesa Mononoke o El Viaje de Chihiro), mientras que el tándem Urushibara-Otomo han preferido contener todo ese mundo invisible en un amalgama de misticismo y ocultismo, dando como resultado una producción compleja, ascética y con una larga introducción que a muchos les recordará al inicio de La Balada de Narayama (versión de Shôhei Imamura). Un majestuoso filme pues que, a similitud del cómic, promueve el naturalismo y el ecologismo como valores para poder preservar el planeta. Los “mushi” están aquí para recordárnoslo. Y Otomo también.



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