¿Sueñan los androides con utopías humanas? ¿Y con enamorarse de una realidad paralela? Estas dos preguntas nunca han sido anunciadas por Philip K.Dick en alguna de sus verborreas lisérgicas, sino que son formuladas por Ryuhei Kitamura (como realizador) y Shunji Iwai (como guionista) en Baton, un visionario relato de ciencia ficción moldeado a través de la técnica de la rotoscopia y estructurado en tres segmentos, en los cuales la vida artificial no solo ha desplazado a los humanos como raza, sino que ha conseguido imitarlos en su encefaloplano espiritual.

Lo más significante de este anime inédito, cuyos movimientos animados parten de la realidad al estar previamente interpretados por actores de carne y hueso, es que su estructura narrativa está descompuesta en tres partes diferenciadas, que deben ser reordenadas por el propio espectador a través del encadenamiento prácticamente circunstancial que existen entre ellas: mientras que en el primer capítulo asistimos a la persecución y huida de un cyborg en un mundo hipnótico, retrofuturista, en el que ningún elemento ambiental parece salido del planeta tierra, en la segunda parte vemos cómo los vasos vinculantes de su mente han sido traspasados al cerebro de otro androide que comparte su fútil existencia artificial con otro robot de fisonomía y caracterización femenina; para concluir en un tercer segmento sobre los motivos que impulsaron al primer androide a huir y asistir a un viaje astral por sus circuitos cognoscitivos, hasta descubrir que en su mente (no tan) artificial tenía instalado un programa experimental que nos retrotrae a nuestro siglo XXI, momento en que se hallaron las claves para que un robot pudiera sentir, comprender y razonar como un humano.
Un largo flashback catártico nos descubre a un pobre robot desalmado que mantiene una relación sentimental con su dueña humana y que, víctima de varios experimentos ilegales programados en su cerebro metalizado, lucha para desarrollar y comprender los mismos sentimientos que su amada.

Reconstruir este rompecabezas es tarea del espectador, cuyo target principal ya suele estar habituado a todo tipo de filosóficas reconstrucciones perpetradas por algunos de los mejores genios del cine de animación japonés de los últimos veinte años. De hecho la reinterpretación del humanoide creado a partir de la nada surge en algunos mangas de mediados de los 80, que luego fueron adaptados para la gran y pequeña pantalla. Sea como fuere hay un antes y un después con el tándem formado por Masamune Shirow (en tareas gráficas y conceptuales) y Mamoru Oshii (como cineasta visionario) y su fundacional visión sobre los límites de la inteligencia artificial en un futuro no muy lejano: sin Ghost in the Shell (1995) y su secuela Innocence (2004), en donde se proponía el debate sobre la viabilidad de que un androide pudiera encontrar una voz que le guiara en su subconsciente y con ella buscar un alma con que emular a las personas, no existiría seguramente Baton. Los planteamientos expuestos por Shirow / Oshii, que a lo mejor en medio siglo podrían ser tildados de epistemológicos, son recogidos aquí de forma testimonial. Y es que en realidad una de las acepciones del término japonés “Baton / バトン” significa precisamente “testimonio”, pero como es una palabra tomada del francés tiene que ver más con ese “bastón” que se traspasa en las carreras de relevos, es decir, que tiene que ver de forma metafórica con alguna cosa que se traspasa (en el filme queda evidenciado que el vaso comunicante es la memoria pretérita de un robot, transmitida a través de un usb). Podemos afirmar, pues, que Iwai recicla la expresión nipona バトンタッチ / “Baton tacchi” (traspasar un asunto a otra persona), para confeccionar un relato que traspasa las leyes de la metafísica porque propone que, no solamente los androides puedan expresar sentimientos humanos, sino que puedan pervivir recuerdos en ellos y estos se transfieran (mediante un usb intercambiable entre lenguas artificiales, algo que sólo se apuntaba en Ghost in the Shell vía nano-transmisores sensoriales) por los siglos de los siglos.

Estos tres episodios, que si se visionan de forma conjunta funcionan como un mediometraje unitario, fueron creados expresamente para conmemorar el 150 aniversario de la apertura del puerto de Yokohama; con lo cual, y de forma simbólica, resulta curioso que Iwai nos proponga esta apertura científico-especulativa hacia una realidad futura que tal vez no sea un abismo tan profundo como algunos piensan, pues los primeros avances tecnológicos que permitirían dotar de personalidad a un ser inanimado podrían haberse ya conseguido con los primitivos “geminoides” del doctor Hiroshi Ishiguro. Todo ello no sería posible sin la dinámica puesta en escena de Kitamura, que con su estilo y control del tempo, adecuado siempre a su planificación posmoderna, nos acerca a universos igual de artificiales que los habitantes que viven en ellos. Además, el uso de la rotoscopia ha permitido que los movimientos en las combativas secuencias de acción resulten obviamente mucho más verosímiles, y aunque algunos pongan en duda sobre la legitimidad de esta técnica para crear películas de animación, hay que decir a su favor que los resultados finales la acercan al estilo visual y gráfico del ilustrador Taiyô Matsumoto (cuya magna obra Tekkon Kinkreet fue también adaptada en un espectacular anime que combinaba varias técnicas de ultimísima generación). Un anime muy artificial, pensarán algunos, pero es probable que estas realidades presentadas, que se acercan más a los límites de la fantasía que a la ciencia ficción pura y dura, formen parte de nuestros entornos en algunas décadas. La pregunta, tal y como se especula en sus imágenes, es si la especie humana dejará de existir como tal y solo quedarán sobre la faz de la Tierra esos seres de silicona que un día inventamos y que en el fondo también anhelan lo mismo que nosotros: la felicidad.