La situación actual de la mujer china dista mucho del escenario en el que se encontraban en el siglo XIX, cuya inferioridad de condiciones no solo era amparada por los últimos gobernantes de la dinastía Qing, sino que el rol social que desarrollaban en una sociedad dominada por hombres, unido a los pocos recursos económicos de los que disponían para estudiar o emanciparse, la relegaban a un papel meramente secundario. Este desencanto social entre la población femenina china de la época desembocó en una serie de violentas protestas, culminando en la institucionalización de una mujer que se hizo con el liderazgo del movimiento: Qiu Jin, una revolucionaria, poetisa y maestra de artes marciales, que a través de la palabra, pero también de la lucha armada (una vez más, y dentro del contexto taoísta fabulista chino, un equilibrio entre el yin y el yang), se erigió como una auténtica heroína. Una figura feminista representativa de la nueva China que estaba por venir, comparable al rol que desempeñó el médico e instructor marcial Wong Fei-Hung, pero en clave feminista y no tan pacifista. Efectivamente, sus vicisitudes fueron más revolucionarias y radicales; cuestionables hoy en día por sus violentos postulados, pero que en aquel momento fueron la única vía que sirvió para presionar a un régimen corrupto que debía ser derrocado por su anquilosada visión feudal. De todo ello se hace alusión en The Woman Knight of Mirror Lake (2011), un filme firmado por el poliédrico cineasta Herman Yau, cuyo nombre responde al lugar en donde se encuentra el mausoleo con sus restos, a las orillas de un lago de una transparencia deslumbrante.

El feminismo, ese neologismo que sirve para amparar los movimientos de igualdad de la mujer, se expandió por todo el globo terráqueo con mayor o peor fortuna durante buena parte del siglo XIX. Podemos afirmar que Qiu Jin (con una magnifica traslación del personaje efectuado por Huang Yi, que luego pudimos ver habíamos en Romancing in Thin Air) fue la primera mujer china que hizo del movimiento su razón de ser; una existencia corta que vino determinada por su ejecución a la temprana edad de los 31 años, al planear el asesinato del gobernador local Gui Fu de la provincia de Anhui (interpretado por el carismático Lam Suet). Un hecho histórico que se refleja en el filme, así como el deseo amoroso que sentía el subgobernador (un mesurado Anthony Wong) por ella y su talentosa prosa poética. De hecho, este subgobernador intentó conseguirle la amnistía a cambio de que delatase a todos sus cómplices, pues como es de suponer Qui Jin no actuaba sola, sino que disponía de todo un séquito de conversos idealistas que, amparados por la escuela marcial Datong que fundó para dar cabida al movimiento, la respaldaban con sus propias vidas. Entre ellos su primo de sangre Xu Xilin (Dennis To), otro revolucionario que le ensenó a camuflarse entre el poder gobernante y hacerse pasar por una teniente oficializada por el régimen. Enseñanzas que complementaron a las que recibió durante su estancia en Japón, en donde se unió a la alianza revolucionaria Tongmenghui en 1905, cuyos objetivos eran más de carácter ideológico que no militar (algo que queda diluido en el largometraje con un inconcluyente flashback, en el que intenta resaltar las imágenes poéticas del Japón de la Restauración Meiji mediante unos magníficos decorados).

Estamos pues ante un biopic descafeinado, pues con la excusa de dar a conocer la figura de esta mártir, que sacrificó su vida para complacer a las ansias revolucionarias de un sector femenino de su sociedad y ayudar a la normalización equitativa entre ambos sexos, el realizador construye un pequeño blockbuster en régimen de coproducción (lo que se conoce como Mainland, colaboraciones financieras entre la industria hongkonesa y la china). Una producción de mediano presupuesto que no escatima en secuencias marciales y enfrentamientos que casi desafían las leyes de la gravedad, y que vuelven a realzar el peso que tiene el “wuxia” para inmiscuirse en cualquier relato en que las artes marciales son magnificadas una vez más como símbolo idiosincrático de una cultura milenaria. La pasión que el pueblo chino siente por los héroes marciales, por esos caballeros que manchan sus espadas de sangre por amor (en este caso por un ideal que se convirtió en una lucha por los derechos fundamentales que toda mujer se merecía, y que hace dos siglos era una utopía), equivale al mismo sentimiento de respeto que los japoneses sienten por el “bushido” y los samuráis. Con la diferencia de que muchos de esos héroes chinos han sido inmortalizados con el paso de los siglos y aguardan un aura sobrenatural que los mantiene en plena conexión con la sabiduría divina del taoísmo o del budismo.

No es el caso de Qiu Jin, una guerrera que tenía la cabeza muy bien amueblada, que mantenía una pugna contra el sistema de la última dinastía Qing y que únicamente quería un mejor futuro para los suyos y para los de su propio país. Si no hubiera muerto por la causa, muy probablemente se hubiera ganado la vida como escritora y quien sabe si sus poesías se hubieran empapado del “wuxia pian” de la época. De todo ello se insinúa a lo largo del metraje, pues se van insertando varios versos representativos de su obra, además de narrar algunos acontecimientos que le marcaron de por vida y determinaron sus convicciones. Acontecimientos históricos turbulentos que son presentados un poco a la ligera, pero que al menos, y para compensar esta poca profundidad didáctica, se han esmerado por recrearlos con un diseño artístico que para nada tiene que envidiar a producciones similares (me viene a la cabeza por temática y similitud espacio-temporal Bodyguards and Assassins, de Teddy Chan). Un poco de política e historia (la parte didáctica), un poco de acción (la parte más lúdica) y, sobretodo, una excelente dramatización de un personaje que ya forma parte de los anales de la historia china.