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No one lives

Un artículo de Eduard Terrades || 05 / 11 / 2012
Pantalla Invisible

Que Ryûhei Kitamura haya decidido probar suerte durante una buena temporada larga en el cine norte-americano no debería ser motivo de preocupación, y más cuando pudimos comprobar que en El Vagón de la Muerte (2008) solventaba, con mucha pericia técnica e imaginación, un relato que le era alieno. Aunque sus señas de identidad se difuminaron, nunca abandonaba esa frialdad escenográfica que siempre acompaña a sus puestas en escena decididamente integradas en unos contextos prosísticos de una ferocidad inigualable.

Para corregir estos desajustes inequívocamente idiosincrásicos, pues mientras mantenga su estilo “cool” tan característico no importa la procedencia del capital de sus producciones, se ha embarcado en una nueva y violentísima aventura cinematográfica yanqui, reciclando viejos estilemas que ya había utilizado en sus primeros largometrajes japoneses. Aunque utilizar este designio resulta algo contradictorio al haber sido rodada en su totalidad en Lousiana, al sur de Estados Unidos, teniendo en cuenta que el mote ha servido siempre para los propios norteamericanos para referirse a las gentes del norte. Sea como fuere, en tierras ajenas ha recuperado ese buen pulso que tan bien manejaba en sus primeras producciones y, si encima logra excitar a las audiencias con el salvajismo gore que se desprenden de sus imágenes, podemos afirmar que estamos ante una nueva versión del Kitamura de antaño.

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La especialidad de Kitamura ha sido siempre la de mezclar con cierta ironía y locuacidad el terror con el thriller, añadiendo una pizca de comicidad cínica que ayuda a solidificar sus sencillos y esquemáticos relatos (que no deben ser tomados a la ligera pues cumplen sus objetivos dentro del género en los que se inscriben, además de que el público ya sabe a que atenderse cuando ve uno de sus largometrajes). Esta misma lógica se aplica en No one lives (2012) a través de una historia de perseguidores y perseguidos, de personajes ambiguos con los que no te puedes encariñar porque en un abrir y cerrar de ojos pasan de ser protagonistas a carne picada para (literalmente, y mejor no desglosar en más detalles la escena en cuestión) ser suministrada a alguna cadena de “fast food” para hacer hamburguesas.

La estructura de personajes es muy similar a la que ya utilizó en sus primeras producciones independientes, las que lograron despertar el apetito de ese público que a principios del nuevo milenio buscaba una nueva fuente de realizadores nipones que les aportaran emociones fuertes. Esa nueva autoría nipona, forjada en parte por una crítica especializada, convirtió a Kitamura en uno de los cineastas con mejor empaque técnico de la serie B nipona de la nueva ola, pasando de la noche a la mañana de un director de cinema bis (o Z viendo Down to Hell) a un realizador que logró matar definitivamente a uno de los personajes más queridos para el espectador japonés como es Godzilla, siempre sin abandonar ese sabor “indie”. Así, si en Versus (2000) teníamos a unos forajidos de la ley que se enfrentaban a una horda de zombies en un bosque encantado, en No one lives tenemos a unos ladrones profesionales que se topan por desgracia con una suerte contemporánea de Bonnie & Clyde, cuya mayor satisfacción es la de secuestrar a jóvenes por puro placer sádico (a pesar de que a medida que avanza el metraje descubrimos que hay mucho más en este acto delictivo, haciéndose una relectura algo superficial del Síndrome de Estocolmo). El antihéroe se convierte en el personaje que debe hacer uso de su inteligencia para proteger a la damisela que va desorientada, pero ésta, en un arrebato por liberarse de sus cadenas que hasta ahora la habían aprisionado tanto física como espiritualmente, termina convirtiéndose en una “femme fatale” (algo que también vimos en Love Death).

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Nada innovador en el horizonte, solo un cambio físico de contexto y ambientes (muy próximos a esa América profunda gótica); presencia exclusiva de intérpretes occidentales (destacando por encima de los demás al fornido Luke Evans como matarifes sin un ápice de piedad) y un ligero incremento de presupuesto para poder filmar escenas de acción mejor acabadas desde el punto de vista visual, así como un exceso de hemoglobina y mugre que le sientan de maravilla teniendo en cuenta los géneros en los cuales se inscribe. Y aún así, Kitamura sigue desprendiendo esa frescura anfetamínica nada despreciable porque sigue siendo honesta con su discurso. Tal vez en otra época (los 90) hubiera sido una cinta estrenada “direct-to-video”, pero su factura técnica demuestran lo contrario: lo ideal para disfrutarla en toda su esplendor es la sala oscura, la gran pantalla (como pudimos gozar en Sitges 2012). Por desgracia, y tal y como está el panorama de estrenos, no solo aquí sino en toda Europa, deberemos conformarnos en recercarla vía doméstica. Una lástima pues los efectos de sonido, que siempre suelen ser una de las bases consistentes que compactan sus tramas, sirven para amplificar nuestra percepción (auditiva) hacía esa violencia descarnada, de una norte-América irreal, que Kitamura retrata con una fotografía nocturna muy adecuada al tono del relato que imprime. Una pesadilla que se aprovecha del silencio y la apacible tranquilidad que se respira en esas comunidades rurales, y en que el “american way of life” ya ha sido pervertido definitivamente por los nuevos tiempos que corren, para levantar los cimientos de un pasatiempo con entidad propia que no debería descontentar a los seguidores de este “rockabilly” cineasta, que de momento parece sentirse a gusto en la confortable industria de Hollywood.

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