Yuya Ishii es uno de esos nombres de la cinematografía japonesa que pide a gritos ser descubierto en mayor amplitud demográfica, más allá del reducido círculo de estudiosos del cine asiático contemporáneo. Pese a llevar nueve filmes a sus espaldas, su obra aun no es muy profusa a consecuencia del ostracismo que ha sufrido incluso en su propio país natal. Su suerte cambió en varios aspectos cuando su excéntrico sentido del humor cayó en gracia con la presentación de Sawako Decides (2010) en varios festivales, un filme con protagonismo femenino absoluto (todo el peso recae en la actriz Hikari Mitsushima, actual esposa de Ishii) y que consolida su posición como un realizador que da un mayor empaque a los personajes, dejando que la historia fluya por sí sola. La misma fórmula quiso repetirla en Mitsuko Delivers (2011), apostando aun más por esa sobriedad visual en su puesta en escena mediante un relato que se deja mover plenamente por la intuición femenina. Dos largometrajes que casi podrían fundirse en uno solo y que respaldan el buen hacer de un cineasta discreto pero muy honesto con sus planteamientos formales.

Hay dos perfiles básicos que suele usar Ishii para definir a sus protagonistas. Por un lado muchachas jóvenes que se dejan llevar por su propia intuición: este es el caso de la protagonista de Sawako Decides, cuya pésima experiencia en la capital japonesa le invita a regresar a su hogar natal para hacerse cargo de la empresa familiar, después de que su padre se encuentre en fase terminal por culpa de la cirrosis que lleva arrastrando desde hace tiempo. Y por el otro chicas un poco desorientadas que deciden dejarse llevar por la trayectoria natural de una nube: esto es lo que le sucede al personaje principal de Mitsuko Delivers, que al regresar de Estados Unidos embarazada, decide seguir la voluntad de una nube impulsada por la brisa divina del destino y regresar a ese barrio de chabolas donde pasó parte de su infancia, lugar además donde conoció a un niño con el que se prometieron y que ahora trabaja en una pequeña “izakaya” (tasca japonesa) de mala muerte.

Son dos prototipos femeninos con los que Ishii se desenvuelve, consiguiendo narrar a través de esas valientes mujeres pequeñas historias cotidianas, costumbristas diríamos, aportando un poco de humor (a veces algo ecléctico para el público no autóctono) que no hace más que suavizar los verdaderos dramas personales a los que se enfrentan sus dos protagonistas: la primera, la tentativa de imponerse como patrona de la empresa que le toca dirigir por herencia; y la segunda la afrenta de llevar al mundo a su hijo sin contar con demasiados recursos económicos (aunque, y sin desvelar nada que no se intuya, contará con la ayuda moral, económica y pasional del apuesto joven del restaurante). Por lo tanto no se trata de dos simples comedias al uso, sino de dramas de auto-superación (un recurso muy manido en muchos soportes artísticos desde finales de los años 70) con algo de sarcasmo. Dos relatos aparentemente sencillos cuyo valor recae en la fortaleza mental de la que hacen gala ambas chicas, así como la manera en como el realizador refleja ese proceso de maduración que prácticamente experimentan de la noche a la mañana.

Ishii es un tipo muy joven (nació en 1983). Sin embargo, y a pesar de no pertenecer a la misma generación de otros directores paisanos, tales como Satoshi Miki (1961) o Yosuke Fujita (1963), sí que se engloba dentro del movimiento que abraza el cine independiente nipón más irreverente, surrealista y, en líneas generales, más inclasificable dentro de unos parámetros aceptables de narrativa clásica. Todos ellos forman parte de la misma generación de realizadores que empezaron a derrochar talento a principios del nuevo milenio, sin contar con demasiado apoyo de la propia industria. Concomitancias comunes de una generación asfixiada por el aliento abrasador del blockbuster pueril y las adaptaciones industriales del “manga-eiga” (adaptaciones cinematográficas basadas en cómics). Ishii, como otros tantos compatriotas suyos, ha plantado cara a la ley del talión de la industria nipona, esa en que sí no partes de un soporte original no consigues el beneplácito de los productores, partiendo de la base que el objetivo es conseguir expandir la trayectoria del producto original de cara a la confección de nuevas mini sagas fílmicas (de la literatura al cine, del manga al cine o de la televisión al cine, tanto da la disciplina artística con la que partan). Ishii siempre ha preferido rehuir de esta industria capitalista que asola a los pequeños creadores independientes. A pesar de ello, sus filmes tampoco hacen extensión de las molestias de esta generación de talentosos realizadores, no sea que el día menos pensado le dé a un mandamás por picar la puerta de su apartamento y le dé un empujoncito para dar el salto definitivo desde el trampolín que lo dejará caer en la piscina artificial del cine comercial nipón contemporáneo.