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The Woodsman and the Rain

Un artículo de Eduard Terrades Vicens || 05 / 8 / 2013
Pantalla Invisible

La cinematografía nipona nunca deja de sorprenderos por su rica temática y más cuando escarbamos en el cine indie que aún sigue rodándose con cierta autonomía creativa. Pero más gratificante es descubrir pequeñas comedias rurales producidas por grandes estudios, cuya única funcionalidad es la de acercar esas costumbres de las zonas interiores, que basan su economía en la agricultura y los cultivos de arroz, a los nipones de las grandes metrópolis. Esta dualidad entre lo bucólico y lo cosmopolita ha sido explotada en multitud de largometrajes autóctonos en los últimos quince años, partiendo siempre de la división geográfica con la cual el archipiélago japonés se estructura.

Puede que nunca antes hubiéramos encontrado una comedia con un argumento tan profundo, en cuanto a sentimientos resguardados, a la vez que mundano, en tanto que su sencillez argumental únicamente sirve de marco geométrico para profundizar precisamente en esas emociones que sus personajes aguardan de forma hermética en sus corazones: The Woodsman and the Rain (2011) es un relajante filme en que un equipo de rodaje, que está intentando levantar una mediocre producción de zombies, topa con los habitantes de una pequeña comunidad rural, pidiendo asesoramiento a un leñador, que ha perdido a su mujer y su hijo descarriado ha huido a la gran ciudad, para que precisamente los guie por toda esa demarcación geográfica. Magna opus de Shuichi Okita y localizada en la verdadera villa de Iwamura, una pequeño oasis rural ubicado en la prefectura de Gifu (en la isla central de Honshû), su apacible devenir narrativo satisfará a los que amen ese cine visualmente contemplativo, pero sin caer en lo tedioso, y que pretende concienciar sobre los valores y las ventajas de vivir en áreas rurales.

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Por la definición y construcción de sus dos personajes principales, The Woodsman and the Rain tiene ciertos paralelismos con El Verano de Kikujiro (1999): sí en el filme de Takeshi Kitano era un niño abandonado el que conseguía despertar la ternura de un terco ‘yakuza’ de vida aburrida, acompañándolo en un periplo para encontrar a sus padres y demostrarle que, a pesar de las adversidades, la vida hay que tomársela con entusiasmo, en el largometraje de Shuichi Okita es la figura de un ermitaño leñador (interpretado por un cometido Kôji Yakusho) quien consigue motivar a un joven cineasta (un introvertido Shun Oguri) que ha sido abandonado a su suerte, por su propia productora, y no sabe como terminar el guión que él mismo ha escrito (y que es en parte el de su corta existencia) y que está rodando a las afueras de las grandes conglomeraciones urbanas por falta de presupuesto. La ausencia del hijo del leñador y la falta de cariño que sufre el precoz realizador terminará forjando unos lazos paternales entre ellos que ayudarán, además, a tirar adelante la precaria producción de serie B. El mero hecho de que “la gente de ciudad” venga a rodar un filme de bajo presupuesto en su comunidad ya anima a todos los aldeanos, que se implicarán en la producción de forma completamente altruista (participando como extras, cediendo el único polideportivo de la zona o preparando la comida para los miembros del equipo de rodaje), además de dar un poco de brío económico al pueblo, cuya única pensión para dormir es un típico ‘love hotel’ de mala muerte, en el que nunca va nadie, y que ahora será el cuartel general del equipo técnico.


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Pero ante todo, y a pesar de esos vínculos emocionales, que no solo se establecen entre leñador y realizador, sino con todos los habitantes de la villa, Okita ha querido que prevaleciese el tono cómico por encima del relato social. Tampoco cae en lo absurdo de las situaciones jocosas, ni en esos tópicos que la gente de ciudad ha forjado por ignorancia al considerar como paletos a los que viven en el campo y que en muchas producciones son motivos de mofa, cayendo dichos relatos en lo chabacano y la burla de mal gusto. Okita se aleja de estos preceptos básicos de la comedia fácil, para aunar en otros aspectos intimistas que, con cierto sarcasmo, salen a relucir. Por ejemplo: el desconcierto que produce el ‘script’ al leñador cuando el realizador se lo narra con sus propias palabras, mientras viajan en su destartalada furgoneta, es encarado con alegría, humor y mucho optimismo. Por asombro del cineasta, que ni tan siquiera confía en su propio guión porque lo encuentra muy absurdo (y lo es), la pasión con la que el leñador absorbe esa historia de refugiados por culpa de una pandemia mundial, lo invita a seguir adelante y a no regresar a Tokio, a pesar de que ya ha comprado un billete de regreso y le regale el libreto con todo el guión. Otro de los aciertos cómicos es que en un momento de parón, entre toma y toma, se plantea el dilema existencialista de cómo puede ser que existan zombies en Japón, pues, por motivos estrictamente religiosos, cuando un nipón traspasa su cuerpo es incinerado, lo que no permite la resurrección material de su organismo. Es una de las leyes ‘ex aequo et bono’ tanto de la religión sintoísta como budista, por lo que resulta profundamente indicado que se plantee precisamente en el seno del set de rodaje, además de que no deja de ser un comentario sarcástico que viene a poner en duda la credibilidad del subgénero de zombies en suelo japonés, muy de boga en el último lustro a consecuencia de la ola de producciones mayoritariamente independientes y de mangas dedicados al tema.

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Tampoco pretende convertirse en una metafórica disertación sobre la alienación que sufren las personas que viven en las grandes ciudades en contraste con la tranquilidad y sencillez que se respira en las zonas de campo, como si los que viven en la metrópolis deban considerarse como meros zombies asalariados y los habitantes dedicados a profesiones rurales son los que no perciben esa enajenación infecciosa de las grades conglomeraciones urbanas al vivir en un entorno natural, pues, en el fondo, la monotonía diaria también se apodera de esos jornaleros dedicados en cuerpo y alma a las cosechas o de esos agentes rurales, colegas del protagonista, que van recorriendo las montañas cercanas día tras día. Aunque de todo ello hay y de forma sutil se insinúa, se distancia de esta profunda reflexión que sí se ha planteado principalmente en cómics japoneses de rabiosa actualidad. Como marca la evolución argumental del filme, la sensatez en ambos polos, en ambos modus vivendi, es la mejor forma de escapar a esa sensación de invariabilidad, de redundancia cuotidiana, ya sea en un ámbito urbano o en ese pueblecito cuyos habitantes ahora se arropan alrededor de un equipo de extraños, que pretenden crear una falsa invasión de zombies para una patética película. Entre la comedia social y la búsqueda de esa armonía de valores entre ambos modos de vivir se mueve The Woodsman and the Rain, un filme que entra como una brizna refrescante en pleno verano y que invitará a muchos neófitos adentrarse en ese cine nipón de costumbrismo rústico.


Ediciones disponibles: editada en Inglaterra por el sello Third Window Films, tanto en DVD como Blu Ray, en ediciones completísimas que incluyen un conjunto de escenas eliminadas y entrevistas al equipo técnico y a miembros del reparto.



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