Tal y como reza Stephen King en el primer arco argumental de la excelsa novela gráfica American Vampire -del que formó parte integrante como coguionista-, los vampiros deben retomar su estatus de chupasangres terroríficos, como esos violentos seres sedientos de sangre que se alimentan de los mortales sin compasión, alejándose de la imagen distorsionada e irreal que el cine mainstream ha pervertido a través de crepusculitos y otros seriales para adolescentes metrosexuales. Acercarse al concepto primigenio del vampiro sangriento, sin ápice de reacción romántica a los mortales, es lo que ha procurado promulgar el realizador Jim Mickle en Stake Land (2010): interesantísima producción en la que Estados Unidos ha sido asolada por una plaga vampírica y un grupo de supervivientes intentan abrirse paso entre ella, por carreteras secundarias, para poder llegar a la frontera con Canadá, un hipotético Nuevo Edén donde pretenden refugiarse de la amenaza constante de ser atacados por esos seres inmortales de afilados colmillos.

Las intenciones de Mickle son muy claras desde los primeros minutos: es tal la ferocidad con la que actúan sus vampiros que bajo ningún concepto hemos de mostrarles misericordia, aunque alguno de ellos haya sido pariente tuyo en tiempos pretéritos. Así, mientras en un rancho, una familia es devorada por un violentísimo vampiro, exceptuando el hijo adolescente, que es salvado por un misterioso hombre rudo que se dedica en cuerpo y alma a combatir a los chupasangres, comerciando con los colmillos que les extrae antes de convertirse en cenizas; en otro extremo del país, una secta apodada La Hermandad intenta preservar la raza blanca estadounidense de la amenaza vampírica, discriminando a los que no se sometan a su voluntad.

En este ambiente decrépito, que algunos les recordará a los paisajes y texturas apocalípticas de la sobrevalorada The Road (John Hillcoat, 2009), el veterano hombre de mediana edad, junto con el apuesto chico y un puñado de supervivientes, buscan cruzar Estados Unidos de punta a punta para buscar el subterfugio que les ayude a sobrevivir a la misteriosa epidemia de depravadores eslavos. Por lo tanto estamos ante una “road movie” gore por la América Profunda menos bucólica, en que los sentimientos por el prójimo deben dejarse al margen si se quiere seguir en pie en el siguiente plano, si se quiere continuar batallando para combatir el mal primigenio de origen desconocido, pues nunca se esclarecen las razones de esa invasión en suelo norteamericano. Una “survival movie” en pura regla, repleta de momentos angustiosos, acompañada de una banda sonora descorazonadora y narrada con una energía y dinamismo acordes con la ferocidad con que son presentados los enfrentamientos contra los chupasangres.

Esa brutalidad visual se puede vincular a la misma que empleó John Carpenter en su magna opus Vampiros (1998), y, elogiando el valor cinematográfico de ambas, como productos que se alejan del concepto melindreado del vampiro contemporáneo, podemos decir que se complementan perfectamente en esa nueva mitología del “neo american gothic”, en que perviven los preceptos clásicos para combatirlo y se promueven nuevas teorías acerca de su comportamiento individualizado y su adaptación a los tiempos actuales. Sin duda alguna, son un buen programa doble, siempre aceptando que Vampiros de John Carpenter es el título fundacional de esa nueva tendencia. Sin embargo, los no muertos de Mickle parecen un híbrido entre ese ser de caninos afilados de procedencia eslava y ese individuo infectado de entelequia reducida que, por sus movimientos contorsionistas, recuerdan a un zombie. Si a todo ello le sumamos que hay un grupo amplio de estadounidenses que ante la amenaza de quedarse sin provisiones alimenticias han optado por el canibalismo (otra referencia a la novela The Road de John McCarthy, más que a su adaptación fílmica), nos da la ecuación perfecta para encontrarnos con un buen filme de terror con un sabor, ciertamente, nihilista.

Mickle tampoco se esconde de sus gustos personales y su influenciable recepción del arte popular contemporáneo, pues la estela es alargada, principalmente de novelas, cómics y filmes “indies”. Sin embargo, esta película sangrienta la concibió con una clara disposición de aportar un toque de originalidad al mito (la distinta evolución de los vampiros y sus especies, como los ya clásicos “berserkers”, aunque no profundiza mucho en ella), utilizando un vanguardismo narrativo con cierta bipolaridad secuencial en el raccord (momentos de pura calma y respiro emocional que son dinamitados literalmente por los violentísimos ataques ipso facto de los vampiros, sin romper la unidad temporal en una misma escena e incluso del plano secuencia). También profundiza sutilmente sobre esa apesadumbrada visión del puritanismo extremo (la preservación de las villas americanas y sus símbolos por parte de La Hermandad). En toda regla, Stake Land es un largometraje pensado para los amantes del “survival horror”, pero si rascamos en su corteza, obviando por un instante la artificiosidad de las masacres, encontraremos una leve crítica al conservadurismo de ciertos segmentos de la sociedad norteamericana, que es mostrado igual de infeccioso que la mordedura de uno de esos chupasangres que pululan por esta tierra de estacas.