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Computer Chess

Un artículo de Eduard Terrades Vicens || 28 / 10 / 2013
Pantalla Invisible

Amalgama de escenas cómicas de breve duración, a modo de sketch, que será disfrutada por todos aquellos que se dejen embelesar por su contenido retro.

Que sus imágenes no os emborronen la vista, bellos fotogramas grises y opacos que definen una época concreta de la historia del siglo XX, un pedacito de la historia contemporánea en la que muchos nacimos y disfrutamos de nuestras tiernas infancias: los años 80, un paraíso cinematográfico y una década revolucionaria en cuanto a materia informática, de videojuegos precoces, de esas recreativas que nos chupaban la paga semanal y de computadoras que competían con maestros de ajedrez. Con la excusa de estas últimas, el realizador estadounidense Andrew Bujalski construye una sátira entre programadores informáticos obsesionados por los campeonatos de ajedrez y ciudadanos anónimos que se dejaban engatusar por falsos curanderos de la felicidad. Ubicada en un pequeño hotel, donde ambas especies de outsiders convivirán y se interrelacionarán de forma cómica y espontanea, Computer Chess (2013) es una perfecta descomposición fílmica en torno a esos cambios tecnológicos, sobre esos programas informáticos y juegos poligonales en una década maravillosa. “Nerds” de primera generación versus “singles” que aman el sexo tántrico. Nigromantes de la electrónica versus solteros de autoestima baja obsesionados por el sexo no explícito. ¿Dos clases representativas de esos años? Esta dicotomía, lejos de establecer unos parámetros sociológicos, termina por configurar una catarsis cómica colectiva en forma de comuna de fin de semana que convierte este filme “low cost” en una joya de la sana nostalgia por esa década prodigiosa.

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Y es que en sí misma es una película anacrónica, pues está rodada en una cámara Sony AVC-3260 de la época, en un blanco y negro que se difumina por sus tonalidades grisáceas, lo que invita a reflexionar sobre la relación causa-efecto entre el momento histórico en la cual se ubica su historia (aunque aparentemente su contextualización histórica es casi irrelevante dentro de ese entramado de circuitos integrados, a medida que avanza el metraje se demuestra lo contrario), y el posterior desarrollo tecnológico imparable sobre el que obviamente no predica ni especula porque está rodada en nuestros días. Poco podrían imaginar esos científicos e informáticos, de apariencia, estética y vestimenta “démodé”, que la evolutiva e imparable industria informática llegaría hasta las cimas de nuestros días, de la era digital. Esas texturas en su fotografía (por obra y gracia de Matthis Grunsky, experto cinematógrafo e iluminador), y que técnicamente y en términos mucho más plásticos deberíamos considerar pues que éste largometraje está rodado en gris, idóneo para expresar esa sensación de incertidumbre tecnológica en los albores de la década de los 80 del siglo pasado, remarcan de entrada la enrevesada mente de esos informáticos que vivían exclusivamente para patentar sus programas, para demostrar que una computadora podía superar a un hombre.

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Se creían con un talento especial superior, los “Deus Ex Machina” de la época, y realmente lo tenían. Fruto de ese auto-convencimiento, sus realidades se diluyan y se perdían en el software de sus computadoras, pasando por alto las relaciones humanas y el contacto con otras personas, aunque estuviesen a unos pocos metros de distancia de ellos. Preferirían casarse con uno de sus ordenadores (aun sin tunear) que con un humano. Para reafirmar esta hipótesis descabellada, el realizador introduce una fabulosa secuencia onírica, donde se fusiona máquina y “nerd”, en un intento divertido por mostrar una especie de fantasía a modo de ciencia ficción por parte de uno de esos cerebritos. Si el filme hubiera evolucionado hacía esos derroteros muy probablemente se acercaría a las primeras fantasías de Shinya Tsukamoto (rodadas casualmente todas ellas a finales de los años 80), donde la materia orgánica se fusionaba con componentes mecanizados en un abarrocado ejercicio de trasladar la filosofía nihilista de la “nueva carne” de David Cronenberg a Japón. Bujalski no se exprime tanto la cabeza y solamente coloca una breve escena en la que esos parámetros solo aparecen como parte de un sueño o, depende de cómo se mire, de una pesadilla “nerd”.

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Por lo tanto, el papel que juega el otro grupo humano instalado en ese destartalado hotel formado por solterones equilibra la balanza: no sólo están allí para fornicar mentalmente los unos con los otros, sino para abrazar a esos informáticos bonachones, cuyas ecuaciones mentales nunca se dejarían nublar por la lencería barata (en una escena muy divertida, uno de ellos es prácticamente secuestrado en una de las habitaciones donde se hospeda una pareja, recién formada en el seno de esa convención de solteros, y casi le obligan a practicar un trío). Y en medio de este despilfarre cómico, de este choque de egos intelectuales, un espía industrial que intenta alojarse en alguna de las habitaciones y que pretende captar información relevante con respecto al mejor programa informático de ajedrez, sirviendo de árbitro entre ambos grupos sociales. También es el único que presumiblemente ostenta el honor de protagonizar una secuencia rodada en color, que sirve para mostrar la evolución natural de esa grisácea visión de la vida “nerd”, pues de lo que se desprende de esa secuencia (nunca aclarada y que tan solo invita a vanas interpretaciones), y en un acto revelador de su existencia, descubre que es gay y decide visitar en posterioridad a su familia para presentar a su pareja con todo lujo de detalles, es decir, en el color que registraban las cámaras Sony del momento.

Así, Computer Chess se perfila como un docudrama humorístico que, además de darnos a conocer en sus primeros veinte minutos el funcionamiento real de esos videojuegos intelectuales, se aventura a descifrar los rasgos de personalidad y carácter de sus inventores, en una amalgama de escenas cómicas de breve duración, a modo de sketch diríamos, que será disfrutada por todos aquellos que se dejen embelesar por su contenido retro. También podría considerarse como un “mockumentary” por la manera en como la cámara plasma con imágenes los campeonatos y las explicaciones científicas, partiendo de la base que la agresiva competitividad en esas convenciones fue real y de forma extensiva se muestra en pantalla como si fuera un documento videográfico de la época. Eso sí, “hipsters” absteneros: no es un filme para vosotros, pues la intelectualidad queda contrarrestada por el sarcasmo, como si en un capítulo de la mítica serie Hotel Fawlty (1975-79) hubiese sido invadido por una legión de “nerds”. Adorables e inocentes, divertidos y felices a su manera, este colectivo se ve representado en sus orígenes, deambulando durante noventa minutos igual que peones de ese juego de estrategia que defienden para goce del menos entendido en la materia.



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