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Hideo Gosha: Ronins & Yakuza

Un artículo de Eduard Terrades || 19 / 7 / 2010

Especialista en productos de serie B o de programa doble con sello propio, dada la calidad artística de su obra, Hideo Gosha ha sobrevivido al paso del tiempo con buena nota.

Pantalla Invisible

Hay dos géneros autóctonos de la cinematografía japonesa que parecen los preferidos entre el público occidental: el cine de samuráis, más conocido popularmente como “chanbara” (onomatopeya que representa el choque entre dos espadas y como estas desgarran la carne humana); y el cine yakuza. Gosha fue un admirador de ambos géneros y se dedicó en cuerpo y alma a ofrecer propuestas visuales que se inscribieran dentro de ellos, pero sin caer en los tópicos más extendidos en este tipo de producciones. Así, en vez de abusar de la acción más directa, prefería centrarse en escribir un guión sólido con personajes bien desarrollados, que a su vez beneficiaba a la historia y, dicho sea de paso, a las secuencias más violentas. Un camino de aprendizaje que se cerró en 1992 con su inesperada desaparición, dejando como legado más de veinte largometrajes que, gracias al esfuerzo de varios sellos internacionales, han ido llegado paulatinamente por varios países europeos.

No sabemos que habría pasado si no hubiese sido llamado a filas para combatir en la Segunda Guerra Mundial (como muchos de sus compatriotas) y hubiera podido empezar su carrera cinematográfica más tempranamente. Primero paso por la Fuji TV, encargándose de la producción y diseño de varias series de televisión. No fue hasta los años 60 que debutó como cineasta en la mítica Tres Samuráis Fuera de la Ley (1964), marcando el punto de inicio a toda una época dedicada exclusivamente a las películas de “jidaigeki” (historias ambientadas antes de la Restauración Meiji). Más impactante fue su díptico Kiba, que optó por remasterizar esas viejas historias de ronins de una forma innovadora y con un blanco y negro que le favorecía en sus escenas sangrientas. Aunque igual de gore resultaban algunas imágenes de Samurai Sin Honor (1966), una nueva apuesta por el ronin tuerto Tange Sazen.
Finamente la última de sus incursiones en el “chanbara” más conspirativo fue en Cazador en la Oscuridad (1979), en dónde se decanta por narrar los problemas de corrupción que asolaban el Japón feudal del siglo XVIII, y como varias asociaciones secretas se disputan las tierras a golpe de katana.

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Años 80: crisis financiera en la industria japonesa. Gosha emprende un nueva era dentro de su filmografía que lo lleva hacía el “yakuza eiga” puro y duro, rehusando trabajar en esas producciones de video que llegaban a toneladas con la implantación del sistema BETA y VHS, y que solamente ofrecían violentos enfrentamientos entre clanes rivales. Gosha ya había probado suerte en el género unos años antes en Cuarteto Violento / Boryoku Gai (1974), una cinta muy entretenida que denotaba cierta admiración por ese cine de yakuzas anárquicos y amorales de Kinji Fukasaku. Pero aún habrían de pasar algunos añitos para que decidiese rescatar viejos proyectos y adaptara alguna que otra novela best-seller dedicada al mundo yakuza como Onimasa (1982), una de las mejores propuestas de esa década. Otros trabajos suyos a retener dedicados a retratar el mundo criminal japonés desde todos los ángulos son Usugesho (1985), The Wakuza Wives / Gekudo no Onna Tachi (1986) y Tokyo Bordello (1987).
La culminación de su obra yakuza fue justo antes de despedirse de este mundo con Heat Wave / Kagerô (1991), una “ninkyo eiga” (película de yakuzas caballerescos, amparadas dentro de la restauración Meiji o de la época Taisho), que contradictoriamente sería protagonizada por una mujer (como las viejas películas de la Toei de la actriz Junko Fuji).

Su secuela escrita por el propio Gosha llegaría cuatro años después de su muerte bajo la batuta de Izô Hashimoto, un guionista de segunda fila que no aportó nada novedoso a la mini saga inconclusa.

Gosha no fue ni un mercenario sin amo, pues siempre trabajo a las órdenes de alguna major japonesa, desde sus inicios en la Shôchiku hasta su consagración en la Toei; del mismo modo que tampoco se convirtió en un yakuza cinematográfico que se vendía al mejor estudio y aceptaba encargos para cobrar suculentos talonarios (como se ve reflejado en algunas de sus películas de yakuzas). Simplemente fue un currante reservado que hacía lo mejor que sabía hacer: explicar historias adultas a través de una cámara. Esas historias son las que nos quedan como legado de un período del cine japonés convulso como los relatos que nos cuentan sus personajes.

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