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Tokyo Eyes

Un artículo de Eduard Terrades || 06 / 9 / 2010
Pantalla Invisible

Obra capitular del realizador francés Jean-Pierre Limosin, este fresco independiente de una ciudad fascinante como es Tôkyô se empapa de música tecno para focalizar su mirada en la vida de dos jóvenes que desean amarse sin demasiadas expectativas de futuro.

Hinano (Hinano Yoshikawa) es una joven de 17 años que vive con su hermano policía, obsesionado por un candidato a asesino en serie a quién sigue la pista desesperadamente. El aspirante en cuestión se dedica a escoger al azar a personas que, según su criterio, no merecen vivir, a las que dispara con una pistola trucada. Nunca las hiere físicamente, pero si mentalmente, ya que su único propósito es captar el miedo en su rostro facial y que aprendan a vivir decentemente. Para esconder su apariencia se coloca unas gafas de culo de vaso que le deforman la mirada y el punto de vista del disparo en sí. Hinano conocer a un chico misterioso que se apoda como K (Shinji Takeda) y que se dedica a registrar con su mini-camera a todas las personas con las que se cruza. Poco a poco la pasión se irá apoderando de ellos, pero Hinano no es tonta y sabe que delante de sus narices se encuentra con el sociopata que persigue su hermano.

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Limosin marcó un antes y un después con esta película escondida en la memoria colectiva del cine francés con pedigrí de finales del siglo XX. Aunque sería más acertada considerarla una producción japonesa al estar financiada una buena parte de ella con capital nipón. Pero la manera como esta estructurada, narrada, dinamitada por un tempo dinámico, nos remite a un tipo de cine francés moderno, en la línea contemporánea de sus compatriotas, que subyuga al espectador con una mirada muy cálida hacía una ciudad muy tecnificada. Tokyo Eyes (1998) se convirtió en una película de culto en un momento en el que el país del Sol Naciente no estaba tan de moda. Aún le quedaban unos añitos para que Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) atrajese a miles de turistas, mientras que un prometedor Takeshi Kitano empezaba acaparar toda la atención mediática después de que ganase la Palma de Oro en Venecia por Hana-bi en 1997. Precisamente el mismismo Kitano (en su alter ego Beat Takeshi) se reserva un cameo nada previsible hacía el final del filme interpretando al yakuza que mejor sabe hacer, pero sin violencia, sin histrionismos y con mucho humor. Una majadería que el espectador supo agradecer y que Limosin introdujo para dar un poco más de juego comercial al filme. Curiosamente, un año más tarde rodaría un documental (Takeshi Kitano, l’imprévisible) sobre este polifacético cineasta japonés, que solamente invierte sus ratos libres para dedicarse al cine, pues el resto de tiempo lo pasa entre camerinos de platos televisivos.

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Tôkyô aparece en el título y poco más, pues no salen los lugares emblemáticos, y encima sitúa parte de la trama en el destartalado barrio de Shimo-kitazawa, en dónde se refugian todos esos comercios de ropa usada, viejas tiendas con libros de tercera mano, carteles de cine descoloridos o arte kitsch. Un barrio ideal para K, en el que encuentra todo su sabor freak a base de devorar libros y revistas que apila en su mini apartamento o de comprar discos de vinilo para que un amigo suyo pinche en su propia casa. La ciudad de los neones es simplemente un reclamo para descifrar la mentalidad de un joven apuesto que no sabe hacía dónde encarrilar su futuro, y que topa con una chica curiosa que no tiene muchas aspiraciones en la vida y que lo único que pretende es salir de su encasillamiento social. Un romance que se frustrará por una bala perdida que penetra en el subconsciente del protagonista, redimiéndole de todos esos posibles crímenes que podrían haber sido si la pólvora derramada inútilmente en sus fechorías hubiera invadido los cuerpos de sus inocentes víctimas.

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Tokyo Eyes respira ese sabor del buen cine francés y japonés, mezclado con la química de una ciudad que ha inspirado a miles de personas; uno de ellos el propio Limosin, cuya fascinación por la gran capital japonesa y en si por la cultura de su país, hizo embarcarle en toda una aventura por los bajos fondos para recoger el testimonio de varios yakuza y juntarlos en el documental Young Yakuza (2007). K podría ser uno de ellos (y de hecho su íntimo amigo, es decir, Takeshi Kitano, lo es) si no fuera porque su alma solitaria le induce a moverse en plena libertad, refugiándose en el corazón de esa joven que no quiere madurar. Deambular por las calles de ese Tôkyô residencial es la única solución que parece apuntar Limosin al final del filme, como escape emocional a las barreras sociales que separan a ambos protagonistas de sus conciudadanos. La mirada perspicaz y oblicua, ese ojo ambiguo que no se posiciona en ningún estamento de la sociedad japonesa es la clave para disfrutar de una pequeña cultmovie de la que ya nadie se acuerda.



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