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Engkwentro: hervidero neorrealista

Un artículo de Eduard Terrades || 14 / 2 / 2011
Pantalla Invisible

En los últimos dos años el cine de Filipinas ha salido de su anonimato para presentar una serie de producciones que basculan siempre entre el docudrama y el realismo de ficción, a través de historias que nos muestran el tejido social de su sociedad. Engkwentro (2009) es un buen ejemplo de ello: un riguroso trabajo de campo realizado por un documentalista que ha pretendido retratar la violencia juvenil que asola las chabolas en formato neorrealista.

Manila es una ciudad en la que conviven más de un millón y medio de habitantes aproximadamente dentro de un entorno urbano caótico, eso sin contar los suburbios externos en dónde la miseria se mezcla con la violencia de bandas juveniles. Esta realidad social es la que ha querido explorar Pepe Diokno en su debut, lográndolo con una historia que intenta limpiar su mala conciencia ante un gobierno que, con falsas promesas progresistas, niega los homicidios perpetrados en barrios de chabolas por mercenarios contra supuestos criminales, cuya edad demográfica oscila entre los diez y los quince años. Vaya, púberes indefensos que terminan sumergidos por un espiral de violencia imposible de refrenar.

Estos “vigilantes” (como se conocen de forma popular) están subvencionados aparentemente por el propio gobierno, y han sido bautizados como los “escuadrones de la muerte”, actuando principalmente en las profundidades de la noche. Tal y como se advierte en los títulos de crédito, se calcula que en la última década han muertos más de 800 personas a manos de los vigilantes nocturnos, que suelen operar de forma solitaria.

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En este contexto dramático, en el que la violencia genera más violencia, Diokno afronta el filme con valentía, pues apuesta en todo momento por situar la trama (que se acerca a la realidad de forma demasiado evidente) en el corazón de un suburbio de chabolas apiladas de forma geométrica en una ribera costera. Con una cámara digital de alta definición en mano sigue las correrías de dos hermanos que frecuentan bandas rivales, y cuya suerte vendrá determinada por el encuentro con uno de esos escamotes antidelincuencia. Como hilo conductor introduce la voz en off del supuesto ministro de seguridad nacional que, de forma recurrente y omnipresente, se apodera de los fotogramas como un verdugo esperando a su próxima presa.

Para dar mayor sensación de veracidad el realizador ha preferido rodarla prácticamente en dos planos secuencias, delimitando así el largometraje en dos fracciones temporales condicionadas por el curso natural de una jornada cualquiera. La primera parte está rodada a plena luz del día, presentando a los dos chavales y los trapicheos que se cuecen en ese barrio que por desgracia les ha tocado vivir; un hervidero opresivo que se vuelve contra ellos en cualquier esquina. Mientras que en el segundo segmento la oscuridad invade nuestras pantallas, y en muchas ocasiones incluso la narración cuesta de seguir, pues la ausencia de alumbrado en ese miserable barrio impide que la cámara pueda nutrirse de luz para enfocar a todos los personajes presentes en el encuadre. Pero este es el triste escenario que soportan miles de personas filipinas, una realidad ofuscada por un gobierno que en vez de contener la criminalidad genera más odio entre los que la padecen.

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Engkwentro, que en ciertos círculos también es conocida como Clash, fue presentada en la 66ª edición del Festival de Cine de Venecia, recogiendo un par de premios (Orizzonti Award y el Luigi De Laurentiis para nuevos realizadores) y un sinfín de críticas positivas. Y eso que no es un filme fácil de digerir. Tampoco de asimilar, y por este motivo cualquier advertencia previa es necesariamente recomendable allí donde se proyecte. No tanto por sus imágenes mareantes, sino por la naturalidad con la que estas se presentan, como si lo filmado hubiera ocurrido de verdad (de hecho, existe la posibilidad de que lo proyectado en pantalla esté sucediendo en estos momentos en cualquier rincón de la ajetreada Manila). Puede que el espectador se sienta indefenso ante la información que le están dando al no disponer de más documentación (ni metraje, pues la cámara solo abarca el tema en sesenta minutos hiperbólicos). No puede valorar con más profundidad lo que sus ojos acaban de ver cierto, pero eso no impide que tome conciencia de un problema lejano de un país en vías de desarrollo que casualmente fue colonia española.

Tal vez no sea la mejor carta de presentación para descubrir la emergente cinematografía filipina, pero si una oportunidad para adentrarse de forma testimonial en los infranqueables parajes de esa Filipinas underground. Un opera prima radical pues que debe visionarse con cautela, y que muy probablemente solo tenga cabida en esos festivales especializados en derechos humanos que abundan por Europa, pues si algo falla en esos asentamientos urbanos precarios son precisamente los derechos fundamentales de unas personas que no tienen la culpa de haber nacido en esos tugurios de mala muerte. Diokno se ha acordado de ellos y, por muy rudimentaria que sea su propuesta, al pretender confraternizar con esa ciudadanía menospreciada por la vara corrupta política de su país, ya de por si es un gesto que le honora como cineasta humanista.

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