Sorprendente filme de acción dirigido por Douglas Hickox (Amanecer Zulú) que permanece en la memoria de muchos espectadores de la transición, no por contener ningún despelote explícito y sí por contar con un par de arriesgadas secuencias de rescate aéreo nunca superadas en ninguna película evasiva posterior. Dada la espectacularidad de sus imágenes, se convierte en un largometraje a recuperar, pese a que ya han pasado 35 años desde su estreno comercial.
Un magnate industrial americano afincado en Atenas es chantajeado por un grupo terrorista de extrema izquierda al secuestrar a su mujer y a sus dos hijos. Después de un intento frustrado para liberarlos por parte de la policía, el ex-marido de su esposa y padre biológico del hijo mayor (un madurito James Coburn), decide tomarse la justicia por su mano, descubriendo que los tienen encerrados en un viejo monasterio abandonado situado en un pico griego de difícil acceso. Junto con un equipo de circenses pilotos de ala delta, accede al lugar armado hasta los dientes, no sin poner en peligro sus vidas, la de los secuestrados y la del cuerpo de la policía griega.
Tal vez una producción de estas características hubiera sido mejor dejarla en manos de un actor como Sylvester Stallone, si bien aún quedaba para que Acorralado (Ted Kotcheff, 1982) se convirtiera en un título de culto. Aunque James Coburn no ofreciera su mejor faceta delante de una cámara, su rol aportó cierto heroísmo en pantalla que luego sería reciclado en filmes de temática parecida (¿el John Rambo de Stallone?). Lo que sí hizo El Asalto de los Hombres Pájaro (1976) es dinamizar el cine de acción de los años 70, dominado principalmente por productos clónicos que repetían las viejas fórmulas del cine policíaco y en su variante de justicieros urbanos inaugurada por el rudo Harry Callahan (casualmente en diciembre de ese mismo año se estrenaba Harry el ejecutor, la tercera parte de las aventuras del mítico policía interpretado por Clint Eastwood). Hickox no era ni mucho menos un Sidney Lumet preocupado por la introspección emocional de sus personajes, ni un John Frankenheimer decidido a hacerse cargo del timón hollywoodiense de esos momentos, ni tan sólo un Don Siegel en sus ratos más inspirados, solamente era un realizador inglés que aceptada trabajos de encargo (el guión pasó por seis manos distintas) para pagar sus facturas, pero sabía siempre cómo colocar la cámara para dejar a los productores entusiasmados.
Tampoco pretendía dejar un testamento fílmico con el qué fuese recordado por el siglo de los siglos (aunque viendo los resultados finales de la película que nos ocupa podemos atestiguar que sí dejó una huella profunda entre la audiencia de la época), y por este motivo no se obsesionaba en pulir demasiado algunos aspectos secundarios de sus tramas. Eso se nota por ejemplo en los altibajos dramáticos y en la poca predisposición para conceder cierto virtuosismo visual a las escenas de más acción, pero esta revolucionaria producción resulta innovadora no solamente por el clímax final, sino también por hibridar dos géneros que en principio habían mantenido cierta distancia, es decir, aunó el cine de aventuras en parajes exóticos con el polar más convencional.
Las secuencias del rescate aéreo rodadas a medianoche en modo subjetivo demuestran la eficacia de Hickox con tal de ofrecer un producto digno (eso sí, el filtro nocturno se nota demasiado), sin “pillow shots” que ayuden a cumplir con el mínimo de metraje necesario, sin cortapisas que rompan la unidad temporal del relato y con un ritmo endiablado que permite no fijarse en sus defectos visuales (que los tiene). Esta velocidad para solucionar los conflictos internos nos hace pensar en el vertiginoso calendario de rodaje con el que debieron enfrentarse todo el equipo de producción. No por casualidad, un problema en la manipulación de los explosivos en una escena de acción terminó con la muerte de un técnico griego, lo que desencadenó una denuncia por parte del equipo local y el posterior arresto del productor Terry Morse Jr., pactándose fuera de los tribunales una compensación económica. Un contratiempo que se sumó a la dificultad de maniobrar las alas deltas en localizaciones montañosas muy agrestes, con fuertes ráfagas de viento que ponían en peligro a los especialistas. Como remate, la policía griega no sale muy bien parada en sus intentos ficticios por desenmascarar a los secuestradores, quedando ridiculizada incluso en una masacre final, lo que no gustó a las autoridades del país una vez se presentó el filme montado.
Sky Riders, título original del filme (pareciéndonos más sugerente el título español), es una de esas apetecibles cintas de sábado por la tarde con las que llenar el tiempo después de la comida familiar. Eso no significa que sea ideal para hacerse una siesta, en parte porque la música de Lalo Schifrin, descriptiva en muchos momentos y de clara inspiración griega en otros, refuerza la tensión ambiental y provoca que permanezcamos atentos evitando que perdamos detalle de ninguna escena. Puede que en líneas generales haya quedado algo desfasada (y es que el cine de acción aventurero debía evolucionar en los próximos años con la saga de Indiana Jones), pero ha envejecido mucho mejor que algunos productos posteriores que inundaron la cartelera en los años 80. Ya lo sabéis pues, si en los cielos de vuestras ciudades veis a pájaros con metralletas muy probablemente sea el equipo de Coburn que una vez más intenta imponer su orden.