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Flirt: sad love story

Un artículo de Eduard Terrades || 18 / 7 / 2011
Pantalla Invisible

Una misma historia de amor contada por varios personajes que no tienen nada que ver los unos con los otros, desde varias ciudades equidistantes entre sí, sirve de pretexto para que el cineasta estadounidense Hal Hartley despliegue una extraña telaraña de amor fatalista en forma de largometraje tripartido.

Nueva York, Berlín,Tokyo… tres enormes metrópolis icónicas en las que Cupido manipula a una serie de personajes entrecruzados que al verse inmiscuidos en relaciones poco ortodoxas sufren en sus propias carnes sensaciones entrevigadas. Pasión desmesurada, celos, sentimiento de culpa, violencia carnal y redención; síntomas fisiológicos y psicológicos que experimentan los protagonistas de distintas razas en una misma historia que se bifurca en tres ramas. Si en el primer relato un joven neoyorkino debe escoger entre una amante que se marcha a trabajar a París y la esposa de su mejor amigo, en la segunda asistimos a la indecisión que sufre un joven afroamericano gay con ropa futurista al sucumbir paralelamente a los deseos de un ejecutivo que regresa a Nueva York y a un marchante de arte bisexual cuyo matrimonio atraviesa fuertes turbulencias, culminando con una tercera historia de ambiente minimalista en una academia de butoh (una danza grotesca surgida en respuesta a los lanzamientos de las dos bombas atómicas) en pleno Tokyo, en la que una joven alumna, que vive fugazmente una extraña relación con un montador de cine, ha seducido a su profesor ante la atenta mirada de su antigua amante. Tres viajes al fondo de la psique humana desde varias perspectivas, pero con el mismo denominador común: la fatalidad del amor.

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Estas tres tramas que se plantean en Flirt (1995) en realidad se pueden agrupar únicamente en una sola, pero desde varios puntos de vista. Esto es así porque Hartley (uno de los padres del cine indie por antonomasia) recicla en cada historia los mismos diálogos para demostrar que el punto de fuga en la que coinciden los tres protagonistas principales puede ser diferente en función de los escenarios en dónde transitan. Hartley viene a demostrar que se puede construir a través del mismo guión (o de uno muy similar) historias parecidas con las que abultar un largometraje. Y es que si cortamos fotograma a fotograma cualquier comedia romántica contemporánea, es muy probable que nos llevemos una sorpresa al comprobar como existen parecidos razonables en sus localizaciones, conversaciones e interpretaciones. El realizador decidió hacer la prueba pero intercambiando las nacionalidades de sus actores, situándolos algunos en sus escenarios naturales y deslocalizando a otros de sus ambientes cotidianos para dar una mayor extravagancia al mismo planteamiento romántico.

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Un experimento pues que se salda con dos tramas prácticamente calcadas (la de la ciudad de Nueva York y Berlín) y una tercera que por sus coordenadas geográficas y culturales (Tokyo) se distancia enormemente de las otras y que sirve de conclusión a este ensayo sobre los quebraderos de cabeza que ocasionan a veces algunos quehaceres amorosos. Es tal vez la despersonificación de la capital japonesa la causante de esta ruptura con respecto a la alienación que padecen los dos relatos situados en Occidente. Y es que muy probablemente sea este enamoramiento tan poco comunicativo entre esa joven japonesa que practica esta estrafalaria disciplina artística y su obsesivo profesor el más interesante de cara a explorar la transformación que experimenta la mente humana al enamorarse descontroladamente. Un amor que normalmente conlleva tomar difíciles decisiones condicionadas por impulsos que conducen a accidentes que en otras circunstancias podrían haberse evitado (sólo falta decir que los tres protagonistas principales de sendas historias terminan siempre en el hospital). Todo ello salseado además con esa filosofía urbana que tanto parece gustarle a Hartley, y que sirve para alargar más de lo innecesario el nudo central de cada relato.

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A veces parece que Hartley sea hermano gemelo de Nobuhiro Suwa (Yuki & Nina), no solo por su humilde puesta en escena, exenta de grandes set-pieces, sino por la firme determinación de que con diálogos bien ajustados a la métrica interna del filme se puede narrar un buena historia sin caer en la verborrea o el aburrimiento (una característica sujeta también al cine de Jim Jarmusch, aunque no en todas sus producciones consigue unificar los diálogos con el tempo). En este aspecto, la escritura previa del guión juega una baza importante para pulir al máximo esas conversaciones (algunas triviales, otras básicas para el desarrollo secuencial) que determinaran el ritmo del largometraje. Este es un factor que puede apreciarse en Flirt, y que demuestra el estilo de este peculiar artista completo, pues además de ponerse detrás de las cámaras, ha trabajado como dramaturgo y suele firmar la música de sus filmes bajo el seudónimo de Ned Rifle. Una obra multicultural pues que se anticipaba a esa globalización que sufrió parte del séptimo arte en su faceta más autoral e independiente a finales del siglo XX, del mismo modo que ahora las relaciones humanas ya no entienden de fronteras.



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