Australia no es solamente un continente con rincones encantadores, sino que también acoge a las especies animales más mortíferas del planeta; sin ir más lejos es la patria natal del gran escualo blanco. Desde las profundidades del océano pacífico vuelve a mostrar su mandíbula afilada en El Arrecife (2010), una intrigante “survival movie” rodada con tiburones reales.

Luke es un experto submarinista que comercia con su yate por el este asiático y al que le gustan las aventuras en alta mar. Para tomarse un respiro, invita a su amigo Matt, a su esposa y a la hermana de éste, con la que habían tenido una turbia relación hace un par de años, a hacer un crucero para admirar los espectaculares arrecifes de coral que se encuentra en la costa de Queensland (dónde se han rodado gran parte de las localizaciones). Les acompaña Warren, un compañero de trabajo de Matt y que como buen marinero de la zona teme al ser más terrorífico que se esconde debajo del mar: el gran tiburón blanco. Lo que empieza siendo un agradable viaje de vacaciones se convertirá en una ratonera mortal cuando la embarcación impacte contra un arrecife que sobresale por la marea baja y vuelque del revés. En cuestión de horas el barco se hundirá en el Océano, y a diferencia del Poseidón, no hay tiempo para pensar en un posible rescate. Excepto Warren, que ve una serie amenaza sumergirse en las negras aguas del océano, los demás deciden seguir los consejos de Matt y nadar unas doce millas hacía el norte para dar con una isla conocida por albergar el refugio de tortugas gigantes más importante de la zona. Pero al cabo de poco tiempo lo único que encuentran es un caparazón de una galápago vacía, con severos signos de haber sido devorada por algún escualo hambriento; puede que ellos sean los siguientes.

En otras circunstancias, esta nueva aproximación cinematográfica perpetrada por Andrew Traucki sobre el temido depredador marino hubiera tenido un estreno limitado en salas, pero el contexto económico en el que todos estamos envueltos condena este tipo de variantes genéricas al “direct-to-video”, pasando desapercibida por la gran mayoría de mortales. Es curioso que una película de la misma temática como Open Water (Chris Kentis, 2003), y del que Traucki no esconde su admiración e influencias más que evidentes, sí tuvo cierta acogida en los abarrotados multiplex, mientras que esta nueva actualización del filme que marcó un antes y un después en la industria de Hollywood, es decir, el Tiburón (1975) de Steven Spielberg, ha sido denostada al mercado doméstico. Su pase por distintos festivales tampoco ha ayudado mucho a potenciar este ambicioso proyecto que pretendía convertirse en el sleeper del año y que solo ha conseguido atraer la curiosidad de ese espectador más morboso que pretendía comprobar con sus propios ojos si eran reales esos tiburones en los que tanto insistieron en sus campañas publicitarias. Puede que su falta de originalidad y su parecido razonable con el filme de Kentis (muy cercano éste al estilo dogma), sea la clave para comprender el desinterés mostrado por la crítica y por un público que en la última década ha tenido que soportar infinidad de subproductos mediocres surgidos muchos de ellos de la compañía The Asylum, toda una especialista en serie Z (dadle una oportunidad a Megalodon versus Giant Octopus) o de la productora del veterano Roger Corman (con Sharktopus en la cabeza, la más demencial de todas). Tampoco ayuda que primen más las relaciones personales entre los distintos protagonistas en vez de centrar el foco de atención en los contados ataques del escualo.

La tensión que a la media hora de metraje (momento en que se hunde el barco de papel) debería apoderarse del espectador nunca llega a manifestarse, en parte por la poca predisposición de Traucki a filmar a los personajes desde su punto de vista; la cámara subjetiva sólo es usada cuando Matt introduce su cabeza dentro del agua para comprobar mediante sus gafas de submarinista de dónde procede la amenaza y para controlar los círculos que va trazando el escualo antes de efectuar el ataque. Esto es así porque el realizador previamente filmó a escualos reales con una mini cámara y luego en postproducción unió esas imágenes tomadas en su pequeño barco con esas secuencias que muestran a los protagonistas luchando para no ser amputados. Así pues, y a diferencia de Open Water (rodada con un estilo pretendidamente neorrealista, cámara en mano), la angustia que experimentamos se ve reducida al momento en que vuelca la embarcación, saliendo todos sus tripulantes por patas antes de que se ahoguen por el agua que poco a poco va penetrando por los boquetes abiertos a consecuencia del impacto, y a los tres ataques letales que uno puede prevenir dada la incapacidad de razonar de los cuatro supervivientes y, sobre todo, a la estupidez de alguno de ellos al tomar alguna decisión personal peligrosamente mortal.

Debemos considerar El Arrecife pues como un thriller a la deriva con buenas intenciones, magníficamente apoyado por un formato scope perfectamente filmado (que si se hubiera estrenado en una multisala luciría estupendamente en cualquier pantalla panorámica gigante) y por una fotografía excelentemente retocada para darnos la oportunidad de experimentar esa agobiante sensación que produce el horizonte en alta mar cuando se extiende hasta el infinito. Lástima que decepcione ligeramente por su poca concreción subjetiva, por la poca credibilidad de alguno de sus intérpretes, por algunos cabos sueltos en el guión (¿que le sucede a Warren? ¿nadie tiene constancia que han salido del puerto y que no han dado señales de vida por radio?) y por contener algunas situaciones dramáticas que son un calco de otras producciones con bicho acuático. Aunque… seguro que a más de uno se le quitaran las ganas de pasar las vacaciones en un crucero.