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The Housemaid

Un artículo de Eduard Terrades || 22 / 8 / 2011
Pantalla Invisible

Refinada y perversa, dos calificativos que le sientan de maravilla a The Housemaid (2010), remake de un viejo filme coreano de los años sesenta en el cuál una criada se las hace pasar canutas a sus amos. Dos variantes fílmicas para un mismo relato malicioso que merecen toda nuestra atención porqué sus realizadores son toda una institución en Corea del Sur: Kim Ki-young vs Im Sang-soo.

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Tan simple como efectiva: las maquinaciones que traza una pobre sirvienta contra sus amos después de que estos hayan abusado de ella tanto moralmente como físicamente. A partir de aquí empieza una venganza particular que no termina de hacerse efectiva ya que la criada también recibe su oportuno castigo. Principalmente el aborto forzado después de que el patriarca la deje encinta tras noches de pasión carnal desenfrenada. Pero mientras que en el largometraje original filmado por Young, las víctimas exclusivamente son la familia de clase media-alta, en la versión actualizada por Sang-soo es la sufrida sirvienta (con el añadido que es lesbiana y que el sexo masculino le repela aún más) quien recibe las estocadas inflingidas por una celosa esposa que no consentirá que una plebeya consiga la herencia de su marido.

En cierto modo las sustanciales diferencias que existen entre el tratamiento que efectúa Young sobre sus personajes y la propia historia en si misma, en comparación a la versión ofertada por Sang-soo, viene condicionada principalmente por la alteración genérica entre ambos largometrajes y por el medio siglo de existencia que los separa.

El filme original se intuye desde sus inicios un sabor a melodrama clásico (con ecos de Frank Capra), evolucionando hacía un filme de suspense (con una posición narrativa tendencialmente condicionada por la narrativa de Alfred Hitchcock), mientras que en el remake se opta por una estructura moderna que recuerda vagamente a esos K-dramas (llámese culebrones a la coreana) que tan buenas audiencias dejan en la televisión local. Las demás marcas diferenciales vienen condicionadas por el contexto social en el cuál fue rodado el primer filme en su momento: era 1960, justo cuando los movimientos estudiantiles derrocaron el gobierno del presidente Syngman Rhee y el Golpe de Estado perpetrado por el déspota general Park abocara el país a un largo período de aletargamiento democrático; Young dio otro golpe decisivo para el posicionamiento de la industria cinematográfica local con Hanyo (título original por la cuál se la conoce en Corea del Sur). Pero aunque fuera un revulsivo para la cinematografía surcoreana, lo cierto es que no se articula a través de un discurso muy arriesgado, formalmente es muy academicista y encima tiene un mensaje algo puritano. Y es que el filme se abre con la familia en cuestión arropada alrededor de un periódico mientras leen la trágica historia de una criada que puso entre la espada y la pared a otra familia rica; a partir de aquí toda la trama se articula a través de una fantasía que parece salir de la mente del padre: ¿que sucedería si ese relato se hubiera dado en el seno de su familia? Con una conclusión final redentora y en donde realidad y fantasía se estrechan la mano (en consonancia con cualquier cuento de Charles Dickens, algo que se palpa en el guión de principio a fin), el espectador contemporáneo se da cuenta que el filme original no deja de ser un manifiesto contra la infidelidad, mientras que el remake (si se puede considerar como tal) obvia toda esta carga moral.

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Sí primeramente uno visiona la reconstrucción que ha efectuado Sang-soo, no hay que ser muy perspicaz para ver que el otrora realizador de La Mujer del Abogado (otra interesante producción sobre como llevar una infidelidad al lado más extremo) ha decidido decantarse por la fórmula del blockbuster comercial, adoptando esos clichés del culebrón de sobremesa, respetando el medio tempo para que el metraje avance sin prisas pero sin pausas hasta un esperpéntico clímax final que no convence porque desentona y no resuelve el conflicto, ya que deja entrever cierta pereza a la hora de afrontar un desenlace coherente, que en su contra resulta ser del todo impersonal. Si luego tiramos la moviola cincuenta años atrás para repescar ese gran título clásico coreano que conforma el filme original, en el que destaca sobre todo el excelente cuidado que se tuvo de la fotografía en blanco y negro, uno se da cuenta que Young alargó el clímax durante veinte minutos, sosteniendo la tensión ambiental en ese intervalo de tiempo sin dar tregua emocional al espectador, y resolviéndolo de forma algo previsible pero de manera que no quedan fisuras, como si sucede en su traslación contemporánea.

Es recomendable pues visionarlas conjuntamente, a la manera de un tradicional programa doble, para poder apreciarlas en su plenitud. Eso si, como siempre recurriendo al mercado vecino, pues aquí nadie se entera de que un blockbuster puede ser perfectamente válido si proviene de Corea del Sur.



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