“La tierra temblará… las tumbas se abrirán… ellos vivirán entre los vivos… mensajeros de muerte… y comenzará… ¡la noche del terror!”.
Así se vende este casposo filme de zombis italiano en su edición videográfica española, más conocido entre los “gore adictos” por Masacre Zombi (1980), por contener las peores interpretaciones que uno haya podido ver y porque lo que de verdad asusta es conservarla en nuestras filmotecas particulares como obra de culto inclasificable.
Nadie sabe exactamente que le rondaba por la cabeza a Andrea Bianchi cuando dijo que sí al proyecto; sospechamos que no se leyó el guión (es un decir) de Piero Regnoli, lleno de referencias a otras producciones de no muertos pero que dada su incoherencia resulta risible de principio a fin: un profesor con problemas de alopecia esta investigando unas antiguas ruinas etruscas situadas muy cerca de un viejo casalote reconvertido en casa rural, cuando de repente desata una maldición que hace despertar a las viejas momias que se encuentran reposando en sus tumbas. Cambiamos de escenario: en la cochambrosa mansión se instalan tres parejas con el único propósito de pasar el fin de semana practicando sexo, hasta que los zombies etruscos empiezan a campar por sus anchas (¿a dónde ha ido el profesor que por las pintas que nos trae parece una hibrido entre Stanley Kubrick y la antigua imagen de polluelo regordete de Peter Jackson?), transformándose el lugar en un banquete de carne humana.
Las producciones de la Troma se quedan cortas viendo esta mediocridad que podría situarse en las primeras posiciones del top ten del cine trash mundial. Hay tantos fallos de raccord apreciables en sus poco menos noventa minutos de duración, que la única conclusión a la que puede llegar el sufrido espectador es que rodaron y montaron sobre la marcha sin apoyarse de la siempre necesaria script: desde extras que enfundados en las más o menos conseguidas máscaras aparecen y desaparecen en cada secuencia con los mismos trajes a pesar de haber sido exterminados minutos antes, hasta un niño de mirada diabólica (interpretado por Peter Bark, actor con síndrome de enanismo que en edad adulta da un tono muy inquietante a su personaje, el más interesante del filme) que después de haberle arrancado un brazo, aparece al cabo de veinte minutos vivito y coleando sin un rasguño con ambos miembros superiores sin cortar. Vaya, un catálogo infinito de despropósitos que se van sumando a las múltiples referencias (léase plagios) de los que hace gala esta escoria fílmica italiana: de entrada los zombies son clavaditos a los que aparecían en los largometrajes de Lucio Fulci (con esos gusanos de tierra reales esparcidos en los ojos de los no muertos); pero por si fuera poco, toda la parte situada en el interior de la casa recuerda muchísimo al atrincheramiento de La Noche de los Muertos Vivientes (George A. Romero, 1968). Y así podríamos seguir hasta la eternidad. Sólo falta recordar que los caraduras de los productores intentaron venderla como Zombi 3; nada que ver con la tercera parte de la saga oficializada por Fulci.
Aún así algún que otro acierto puede vislumbrarse (tomado de alguna producción que ignoramos, seguro). Principalmente algún que otro descuartizamiento creativo (un zombie con guadaña arrancando la cabeza de una de las chicas mientras asoma por una ventana mal abierta o el salvaje momento en que uno de los protagonistas arremete la cabeza de su esposa contra una bañera al comprobar como se está empezando a transformar en zombie) y el clímax final, situado en un viejo monasterio, en que todos los monjes se han transformado en seres sedientos de carne y vísceras humanas. Si no fuera por estos momentos de cuestionable originalidad escénica no se entendería su estatus de culto en algunos países, permaneciendo como rareza de coleccionista por esos fans del subgénero durante casi treinta años. De hecho en Estados Unidos sólo conoció un estreno limitado en algunas “grindhouse” en 1986, y tuvieron que pasar veinte años para poder verla íntegramente, sucediendo exactamente igual en Inglaterra, dónde fue mutilada (nunca mejor dicho) dada su extrema virulencia en las repetitivas secuencias en que los renacidos etruscos se comen los intestinos humanos como caviar en primeros planos bastante asquerosos. Y es que si algo no falta en La Noche del Terror es el asco constante al que se ve sometido el pobre espectador. A más de uno le quitará el apetito (cinematográfico), pero ni que sea para comprobar lo demencial que puede llegar a ser el cine italiano (solo superado por las producciones de caníbales y el punible mondo video) vale la pena vomitar una de vuestras cenas cinéfilas.