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The Midnight Meat Train

Un artículo de Eduard Terrades || 26 / 9 / 2011
Pantalla Invisible

Rebautizada incipientemente en su invisible edición doméstica española como El Vagón de la Muerte (2008), esta curiosa traslación cinematográfica de un relato corto del sadomasoquista Clive Barker fue la carta de presentación oficial de Ryuhei Kitamura en la industria cinematográfica norteamericana: un viaje terrorífico por el subsuelo de una gran metropolis que pondrá los pelos de punta a esos espectadores que normalmente regresan a sus hogares con el último tren.

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Más de uno seguro que se plantea entonces qué sucedería si nos topásemos con algún ente extraño, ya no de origen sobrenatural, sino simplemente un chiflado con ansias de carne fresca. Mucho peor es imaginar que nuestro tren, en donde nos bajamos habitualmente, no se detendrá en la estación correspondiente. Esta paranoia se transforma en una pesadilla en la historieta que Barker escribió para el primer volumen de la colección Books of Blood.

En la trama cinematográfica nos encontramos con una pareja joven que viven juntos en un pequeño apartamento; él aspira a convertirse en un fotógrafo especializado en lo underground, y ella simplemente trabaja en un acogedor lunch café. Una noche, mientras intenta conseguir material interesante para una exposición, ayuda a una modelo a quitarse de encima unos matones que la acosan en una parada de metro, pero al cabo de dos días se reporta en los periódicos su misteriosa desaparición. Sólo recuerda que cuando vio que subía al metro, una pesante mano con un sospechoso anillo en uno de sus dedos, emergió del interior del vagón para evitar que se cerraran las puertas. El intrépido fotógrafo decide entonces bajar a las catacumbas y seguir la pista de la misteriosa figura, descubriendo que se trata de un carnicero que de día trabaja en un matadero y de noche convierte los vagones en una charcutería ambulante. Aunque aporte material gráfico a la policía, estos no se inmutarán al tomarle por un desquiciado, al igual que su pareja. ¿Por qué ese misterioso ser de rostro glacial trasnocha para descuartizar a inocentes de forma metódica en los solitarios vagones? ¿A dónde irán a parar los cadáveres? ¿Y si las autoridades supieran de la existencia de este verdugo nocturno que opera con total impunidad? Pronto se abrirá una puerta al infierno que abrazara a la joven pareja y de la que les será muy complicada escapar.

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Aparentemente parece que estemos delante un nuevo psycho thriller con el estereotipado asesino en serie de la vieja escuela, pero a medida que van pasando los minutos el tono de la historia se vuelve más sombría, incrementando la complejidad y el desconcierto, insertándose además grotescos descuartizamientos gore muy “grand guiñolescos” (con algún que otro efecto visual chusquero que resta credibilidad al artesanal) y un ambiente de pesadilla muy propio de los rebuscados planteamientos narrativos de Barker. Por suerte (para algunos) no es el creador de Hellraiser quien se pone detrás de las cámaras, sino que es el cineasta de culto Ryuhei Kitamura quien toma el mando de la historieta original y la pervierte a su gusto. Una delicatessen que seguramente satisfará a partes iguales a los gourmets del “splatter” como a los seguidores del cine nipón más cool de los últimos tiempos. Y es que la especialidad de Kitamura es rodar siempre en ambientes muy fríos (en este caso la decoración metalizada de las estaciones de metro le sientan de maravilla), con personajes algo torturados pero que mantienen la compostura, como galanes que deben guarnirse con una máscara para no perder la credibilidad ante sus adversarios, y centrándose siempre en mostrar una dualidad enfermiza entre oponentes o rivales. En este caso el enfrentamiento recursivo está servido entre el obsesivo fotógrafo y el gentelmen psycho killer. Añadiendo a todo ello una puesta en escena visceral, en el que la violencia salpica a la audiencia como esa maza que utiliza el carnicero para noquear a sus víctimas.

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Como siempre Kitamura le gusta experimentar con la cámara, planificando ejes imposibles y ángulos trucados con el fin de marear la perdiz e imprimir a sus productos de cierto estilo visual innovador e inconfundible (sólo falta recordar la batalla final en Azumi, con un impresionante travelling panorámico de doble eje giratorio de 360º efectuado con una inmensa grúa). Para la ocasión filma un travelling vertical nocturno (rodado de noche para facilitar en postproducción el trucaje digital) que arranca desde un rascacielos hasta el interior del apartamento en dónde se esconde el maniático carnicero en sus ratos libres, siendo testigos de cómo dos de los protagonistas merodean en ella con tal de sonsacar información vital para que la policía les haga caso. Un movimiento veloz, arriesgado, que negativamente puede ser tildado de posmoderno por los amantes del clasicismo, pero que encaja con el tipo de relato y con el tipo de cine que el realizador nos tiene acostumbrados. Y es que insistimos en que Kitamura sigue fiel a sus principios, ofreciendo un catálogo de buenos encuadres (aunque alguno resulte algo forzado por la escena en la que se inscriben, como los que acontecen dentro de los vagones o mientras un personaje contempla como desmiembran a otros humanos que como él se encuentran colgados boca abajo).

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El problema que puede plantear es su falta de determinación a la hora de posicionarse dentro de un género, entrando en un conflicto que se soluciona a medida que el suspense deja paso al horror puro y duro. Y es que de The Midnight Meat Train podrían surgir dos largometrajes independientes: la primera hora debe tratarse como un thriller psicológico con psicópata de por medio, a similitud de American Psycho (Mary Harron, 2000) pero obviando toda la parte reflexiva del relato, en dónde Christian Bale le otorgaba cierta frialdad al personaje; mientras que la última media hora, dónde lo sobrenatural se manifiesta de forma evidente, se inscribe dentro del cine de terror más salvaje. Y precisamente por abrir la caja de Pandora en todo su esplendor en los últimos quince minutos, a uno le deja con la vaga sensación de querer saber más sobre ese mal que habita en las profundidades de nuestras ciudades, de ese mal oculto bajo el tamiz gubernamental de la burocracia que se intuye pero que queda diluido por un festín sangriento de proporciones dantescas. Puede que alguno les decepcione por las incertidumbres que se generan una vez se cierra el círculo vicioso al que se enfrenta la joven pareja, pero en realidad esta predisposición a no revelar la semilla del mal entronca con la tradición clásica del terror japonés (y concretamente de su vertiente “kaidan”, esos relatos de fantasmas de tradición oral que han permanecido inalterables de padres a hijos).



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