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Road to Nowhere

Un artículo de Eduard Terrades || 31 / 10 / 2011
Pantalla Invisible

Después de permanecer aislado de la industria cinematográfica durante más de dos décadas, y a pesar de sus incursiones en el invisible mercado del cortometraje, el legendario Monte Hellman regresa por partida doble en un sugerente experimento en el que no solo muestra la intrigante historia que ha adaptado, sino que filma el proceso de creación en un solo largometraje de exquisita factura técnica. Un viaje meta-cinematográfico que consolida a este autor norteamericano con una trayectoria profesional de más de medio siglo.

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El cineasta ficticio Mitchell Haven (personaje que interpreta Tygh Runyan) bien podría ser un rejuvenecido "doppelganger" de Monte Hellman, del mismo modo que Hellman puede que haya creado a este realizador, obsesionado con el trabajo, basándose en sus propias manías y experiencias personales. Ambos, el verdadero y el ficticio, se embarcan en una aventura cinematográfica que no saben a dónde les conducirá; y es que el filme se abre con la imagen del hipotético portátil de Hellman abriendo el archivo que contiene la pieza fílmica que el espectador se dispondrá a visionar: Road to Nowhere, un relato negro -muy negro- de un realizador nostálgico (Haven) que pretende hibridar en un mismo largometraje suspense, melodrama y romanticismo mediante la historia de una enigmática damisela cuyo corazón se debate entre dos hombres. Pero la actriz (una brillante Shannyn Sossamon, rebosando magnetismo por sus cuatro costados) que se pone en la piel de la femme fatale se parece tanto física como emocionalmente a una vieja amante del realizador, lo que desencadena una pulsión sexual entre ambos que terminará en una serie de malentendidos con el equipo de rodaje. La realidad y la ficción se entremezclarán en una retorcida relación extra-cinematográfica hasta quedar diluida en un mar de lágrimas, sangre y sexo.

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Es fácil establecer ciertos paralelismos entre Road to Nowhere (2010) y Juego Peligroso (Abel Ferrara, 1993), pues ambas comparten la misma obsesión: la megalomanía que siente un cineasta por su proyecto y los peligros que conlleva para los actores la integración de la ficción en sus vidas cotidianas hasta el punto de que no sepan si lo que están rodando es ficción o forma parte de esa realidad a la que son expuestos mientras encarnan a sus personajes. Una realidad paralela a sus sueños, a la aparentemente glamourosa vida de un actor, que puede terminar en un proceso de descomposición de la psique hasta quedar atrapados en un limbo esquizofrénico. Sí en la producción de Ferrara, unos desmesurados Harvey Keitel y Madonna accedían a ponerse en la piel de un matrimonio con serias crisis existenciales, manteniendo una relación extramatrimonial más allá del set de rodaje, en el filme de Hellman, el mismo plató natural que conforman los verdes paisajes de Carolina del Norte serán los escenarios escogidos para que la realidad se diluía dentro de la ficción. Irremediablemente, a uno también le viene en mente las realidades alternativas por las que transitan muchos de los personajes de David Lynch, sobre todo en Carretera Perdida, Mullholland Drive y Inland Empire, una trilogía no confesa que puede haber servido de ligera inspiración para Hellman. Realidades todas ellas que forman parte del sueño americano al que nos remitíamos, mostrando ese lado más oscuro de ese bonito cuento de hadas que dicen los mitómanos que es Hollywood. ¿Cuántas de esas estrellitas en alza han sucumbido a la mala vida? ¿Cuántas se han quedado por el camino de la gloria? Son cuestiones que son planteadas por Hellman en este filme dual de polos opuestos.

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Una de las grandes sorpresas entre los nombres que figuran en su equipo técnico es el de un veterano catalán encargado de la fotografía (Josep M. Civit, encargado de presentarla en el Sitges Film Festival 2011), que además ha tenido el privilegio de estrenar un innovador sistema de cámaras de alta definición de la marca Canon que técnicamente ofrece ciertas ventajas tanto en el rodaje como en postproducción, además de dotar a los fotogramas de una nitidez extrema incluso en escenarios nocturnos. Un progreso técnico que realza esa sensación onírica que emana de sus secuencias trampa, confundiéndose la acción de la ficticia película con la de la propia trama en sí. Ficción dentro de la ficción, algo que en el siglo XXI no resulta novedoso pero si el método en como Hellman afronta la compleja narración, unificando ambas en una única que se complementan y que en el climax final consiguen integrarse en una sola realidad dramática que os dejarán boquiabiertos. Ambas dimensiones se unirán, como reafirmando que el pasado de Hellman debe fundirse con la realidad del presente, sin saber con certeza si existe un futuro en su cine. Exista o no, tenga cabida o no en el contexto mundial cinematográfico, este extraño viaje demuestra lo fascinante que puede resultar pervertir las leyes de la narración clásica si se llega hasta el final. Road to Nowhere no es una “masterpiece”, pero poco le falta.



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