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Imborrables

Un artículo de José M. Robado || 26 / 11 / 2009
Víctima del celuloide

Existen varios motivos por la que un espectador declara su amor por determinadas películas. Está el evidente culto generalizado a grandes cineastas que han dejado un buen número de obras imborrables en su filmografía. Este listado varía con el tiempo, según la generación predominante: donde ayer fue Charles Chaplin, hoy es John Ford; donde ayer era François Truffaut, hoy es Francis F. Coppola; donde era Anthony Mann, hoy es Clint Eastwood.

Otro motivo exaltación de una obra puede ser su temática. Tengo un amigo al que sólo ha gustado una película de todas las que ha visto en sus cuarenta años de vida: Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980). Al igual que otro que dejó de ver cine tras asistir repetidamente a los pases de Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) porque simplemente pensaba que no podía haber otra historia mejor para contar. Creo que en argot psicológico a esto se le llama hacer contacto, es decir, el alma o la mente del espectador reconocen una belleza o verdad descomunal e inigualable en la obra vista, sufriendo una especie de éxtasis de sensibilidad. Una especie de síndrome de Sthendal aminorado.

Como víctima del celuloide, tengo un tercer criterio. Sé que otros penitentes del cine lo comparten, y es referente a recordar una única imagen, un momento, de algunas películas. Momentos que, sin ser los clímax o pasajes célebres de esos títulos, han conformado un abanico de emociones que ejecutas a modo de slideshow en tu cabeza para revivir la emoción que te produjeron. Un particular álbum de fotos. Aquí van:

La sombra recortada de Takashi Shimura parada en la mitad de la escalera mientras oye a sus hijos hablar de los inconvenientes que les provoca su enfermedad y su estancia en la casa en Vivir (Akira Kurosawa, 1952).

Paul Newman sentado en una butaca dejando que el teléfono suene y suene en la última escena de Veredicto final (Sidney Lumet, 1982)

Omero Antonutti apareciendo desde la sombra en el fondo de la iglesia donde su hija hacia la comunión en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)

John Wayne tocándose el brazo herido y evitando entrar en la casa de la familia que ayudó a rehacer en Centauros del desierto (John Ford, 1956).

El renacimiento de una flor en una pequeña maceta que permite saber a Elliot que su amigo aún está vivo en E.T. (Steven Spielberg, 1982).

Georgia Hale buscando a su amado sin ni siquiera percatarse de que Charlot está allí quieto, delante de ella, suplicando con la mirada que lo mire en La Quimera del Oro (Charles Chaplin, 1925).

Jeremy Irons partiendo un poco de queso, su única comida, mientras observa la gigantesca foto de Juliette Binoche que preside su habitación en Herida (Louis Malle, 1992).

Dennis Hopper aspirando oxígeno de su mascarilla antes de violar a Isabella Rossellini en Blue Velvet (David Lynch, 1986)

El silencio y las miradas de William Hurt y Harvey Keitel al finalizar el relato navideño de éste en la última secuencia de Smoke (Wayne Wang, 1995)

Kang-ho Song mirando a través de la tubería donde años atrás encontró el cadáver que da comienzo a la trama de Crónicas de un asesino en serie (Joon-ho Bong, 2003)

Y por último, la imborrable y bellísima imagen, casi onírica, del cadáver de Shelley Winters sentado sobre una barca en el fondo del lago en La noche del cazador (Charles Laughton, 1955).



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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