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Aquellos locos primates

Un artículo de Víctima 2046 || 20 / 10 / 2011
Víctima del celuloide

No es la primera vez que nos referimos a ellos, y probablemente no sea la última. Porque hay algo peor para un cinéfilo que una sesión soporífera, unos diálogos absurdos, una interpretación desmotivada o un doblaje infame. Peor que una pantalla emborronada o descentrada que nos obliga a recordar al mozalbete de turno que aquello no está como toca. Peor incluso que el lejano soniquete de unos crujidos de palomitas que nos hacen preguntarnos cómo diablos puede alguien hacer tanto ruido comiendo, cómo logra escuchar ese fascinante especimen la película.

Puede que esto último se explique por el verdadero objeto de esa principal fobia. Esos seres a medio camino de una evolución que no se sabe si se refiere a una mal llevada adolescencia, o a la lucha de una especie por llegar a un peldaño superior. Siendo el último caso, ánimo. Han logrado caminar a dos pies, emitir ruidos identificables como palabras, leer de forma más o menos admisible… Que el ruido de sus degluciones no les desmotive, igual algún día lo consiguen.

La cuestión es que la naturaleza del cine, la faceta de acto social, las amplias dimensiones de su repercusión, todo en conjunto hace que por mucho que el futuro de esta forma de ver las películas sea incierto, se mantenga como tendencia de muchos a acudir a él como quien lo hace a cualquier otro punto de encuentro, sea un descampado en que compartir bebidas espirituosas, un campo de fútbol en que desafiar la idea de la deportividad a insultos a pleno pulmón.

Solo que no, el cine no puede compararse a esos otros lugares de encuentro. No es un punto para la tertulia, no es un recinto en el que gritar según qué haga o cómo bote la pelotita. Su naturaleza debe estar más próxima al teatro o a la ópera. Quien nos vende una entrada al precio actual, debe asegurarse de que las condiciones allí sean dignas, que los primates y sus frutos secos hayan entendido aspectos esenciales del visionado o por el contrario sigan en el exterior, buscando el mejor árbol del que columpiarse.

Uno, que ha aprendido más de la industria del cine acudiendo a centros comerciales que a salas de cine de autor, entiende la importancia que tiene que cierto público vea en el cartel imágenes sugerentes (aludan o no al espíritu del film), de contar con actores conocidos (lo que da utilidad a la prensa del corazón para el cine), de valerse de una publicidad machacona en las semanas precedentes. Y se plantea cuánto de lógico e ilógico tiene al mismo tiempo, que el cinéfilo de veras se parapete entre las paredes de su casa y se haga como sea posible (¿internet?) con el estreno del momento para verlo sin acoso alguno. Cierto que tiene mucho de cuestionable que ese cinéfilo sea precisamente quien no paga por la entrada. Pero es algo que deberían plantearse las distribuidoras cuando dudan sobre si podrían estrenarse al mismo tiempo las películas en cines y divulgarse on-line. Algo que quita argumentos a los empresarios que ven en eso un ataque inadmisible a sus salas de cine. Si uno pudiera, tiene claro que por mucho que el cine en gran pantalla tenga algo muy especial, hay demasiadas ocasiones en que la compañía no vale la pena.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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