Lléga Super 8, y la nostalgia que se había ido manifestando en los últimos años, a medida que la generación de los 80 alcanzaba los 30 años y se planteaba lo mucho mejor que parecía su futuro entre canciones de Parchís y bollicaos, alcanza un punto álgido en el culto a la década.

Sí, ya había vuelto a pleno rendimiento en música, en la explotación del cine de la época vía continuaciones que dan para que varios estudios estén cuestionando la posibilidad de recuperar hasta los Gremlins mientras los Goonies siguen siendo un misterio (probablemente porque tendría poco sentido reemplazar a los niños que la protagonizaban, e incluso menos usar a los mismos actores). Y en esas que Spielberg y Abrams se sacan de la manga un producto a la medida de lo que esa misma audiencia podría necesitar, que casi hace innecesaria una continuación Goonie.

Hay quien afirma que no estamos tanto ante una película para niños, como para quienes fueron niños en los 80. Quizá sea simplificar habida cuenta de la generosidad con la que Hollywood ha enfocado a otras décadas que quienes no las vivimos conocemos por haber visto recreadas cientos de veces en películas -en ocasiones míticas-, sin recibir acusación parecida. Muchas de ellas obedecerían al vínculo que había de la década en concreto con sus autores, tal y como Super 8 es el resultado de una infancia en que Abrams trazaba puntos en común con la de Spielberg en cuanto a la inversión realizada en sueños creativos que terminarían por convertirse en exitosas carreras.

Y entre tanto empiezan a alzarse las primeras voces en contra de Super 8 -que bien podría ser súper 80-, algunas en la propia crítica de nuestra revista. ¿Cuánto tiene de honestidad la fórmula, cuánto sabe que tiene ganado de antemano con una audiencia facilona, capaz de rebuscar en productos casposos de hace veintitantos años para sentirse momentáneamente realizada?

Puede que en Super 8 haya mucho de eso, de fórmula, que el mecanismo sea visible poniéndole dedo acusador, o que por el contrario éste último ponga demasiado de su parte para descubrirlo y no pueda participar de un algo especial que esté a medio camino entre una cosa y otra (los trucos de productor, la necesidad de recrear emociones pasadas). Puede incluso que si nos ponemos serios y agoreros sentenciemos algo que pondría su lógica diabólica, aquello de “de aquellos barros…”, por más que como quien escribe estas líneas explicó hace un tiempo, en productos como Los Goonies era más fácil adivinar una base de autoría y ánimo de divertirse haciendo cine, que en un porcentaje inmenso del cine actual.

Lo cual nos devuelve a la pregunta de en qué punto exacto se sitúa Super 8, que está recibiendo tantos elogios como jarros de agua fría. Dejando ese debate, la pregunta sería si una vez cumplido con el culto Goonie puede la década de los 80 convertirse en un escenario para muchas más películas como las décadas anteriores fueron. Probablemente, como todo en el cine de hoy, la duda se resuelva atendiendo a recaudaciones.