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Identidad visual

Un artículo de Víctima 2046 || 06 / 10 / 2011
Víctima del celuloide

Un spot de la más emblemática red de tiendas española, debe ser reconocible en apenas dos segundos. La marca de refrescos por antonomasia (salvo en su país de origen, donde dicen la disputa la gana la que aquí es segundona), tiene reservado oficiosamente el pantone 185 para que todas las imprentas a lo largo y ancho del mundo, den con el mismo tono exacto. El 485, por su parte, se lo reserva una marca de telefonía, con matices claramente diferenciados.

¿Propósito? Todas las grandes marcas buscan que su publicidad gane eficiencia al identificar su producto con mucho menos tiempo del que precisa visualizar el spot publicitario completo, o leer las condiciones de una oferta impresa. Siendo una de las principales misiones mantener su nombre en nuestro recuerdo, así la dan por cumplida con rapidez y hacen que incluso para quien no consuma directamente, la eficacia se mantenga al convertirlo en receptor de un mensaje que antes o después puede llevar al consumo.

Lo de la estética como impronta, tiene un evidente papel en el cine. Involuntariamente, la estética de época, véase la del cine de los 70, 80, 90, tiene unos rasgos comunes marcados por lo que la época mostraba de manera natural (los atuendos, peinados, vehículos, construcciones...), y lo que la técnica de rodaje y fotografía imponía por su parte. De hecho, hasta en TV asociamos unos rasgos a las series americanas de unos años, que tienen en parte origen en los distintos formatos de televisión y en cómo la llegada a PAL daba con una tonalidad emborronada respecto al original por las distintas resoluciones (y quién sabe si muchas series de esa época españolas, no habrían salido ganando de aplicarles esa pérdida).

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Aparte de épocas, hay realizadores concretos asociados a unos rasgos. Los góticos de Tim Burton presentes en gran parte de su cine, los coloristas de Almodóvar, los ambientes ultra-rematados de Jean Pierre Jeunet, el pop amenizado por excelentes bandas sonoras de Tarantino, en una alianza tan medida y rotunda que con ver unas imágenes casi escuchamos unos sonidos...

En esa línea, no faltan aquellos que han intentado dar su impronta y que lo han logrado incluso por encima de la obra. Algunas cintas de Wim Wenders, más allá de una sensación y unos rasgos, nos brindaban poco más que grandes ocasiones para una siesta, de la misma forma que David Lynch en otros momentos simplemente se ponía siniestro y perturbador en las formas, dejando a algunos con la sensación de que aquello era una estafa argumental, más o menos admirada por otros en lo que se refería a su originalidad.

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Quizá Sofía Coppola, para librarse del peso de su apellido, en un momento dado se viera obligada a crear un estilo propio. O quizá, viendo con algo más de generosidad su obra, lo tenía tan marcado por su herencia audiovisual que sencillamente fluye naturalmente y le da para una manera diferente de cortar relatos en que la modernidad y la sencillez se conjugan por momentos de forma contradictoria, por momentos en un pastiche admirable. Ahí puede que haya quien nuevamente añore algo de historia en segundo plano respecto a las formas, si bien en Lost In Translation incluso quien llegara escaso de sueño (y que por tanto con Wenders habría padecido una siesta malhumorada) en el caso de Coppola recuerde con complicidad a aquel Bill Murray insomne en sus andanzas por Tokyo. Puede que como siempre sea cosa de término medio, y que con un uso adecuado la estética pueda suplir una parte del guión o incluso ser cómplice del relato al exponer su mensaje. Y de paso, cómo no, remite a la función que antes describíamos: permitir que con poco tiempo su nombre se quede en nuestro recuerdo. En ese sentido, Sofía, que sigue siendo admirable por no padecer su apellido, quizá sí deba padecer siempre la carga de su segunda película, que muchos seguimos recordando no tanto por su historia como por sus genuinas emociones grabadas para siempre en nuestra memoria.

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El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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