Querido tío Óscar:
Te sigo desde hace muchos años, por lo que me permito el apelativo cariñoso y el parentesco imaginario esperando que estas licencias no te molesten.
Mi cita anual contigo me ha permitido trasnochar cuando era adolescente porque mis padres pensaban que ver la ceremonia de los Óscar, aunque acabase a la tantas de la madrugada, siempre sería una actividad inocua. Qué inocentes. Ahora, siendo adulto, no logro evitar creer que cuando las cosas van muy mal, algo sucederá en el último momento que las solucione, como si el guión de la vida lo hubiera escrito un guionista mediocre con ganas de agradar al público. O que la música sublime que oigo en mi cabeza cuando miro a una mujer bella entre la multitud es una banda sonora que pueden oír todos hasta lograr hacer sucumbir su indiferencia hacia mí. Maldito sea el cine.
Pero no quiero desviarme del tema de mi carta. Ya en tus últimas ediciones fui encontrando en tus ceremonias algo que me desconcertaba. Paulatinamente, fue desapareciendo la sobriedad en las celebraciones por parte de los premiados. Poco a poco se fue desvaneciendo cualquier nota disonante en los discursos. ¿Recuerdas cuando Marlon Brando envió a aquella actriz india? Ahora es como si el mundo se detuviese durante tu celebración y nada ajeno al festejo pudiese interrumpir la ceremonia. Y no creas que me disgusta. Creo que debe ser así, del mismo modo que el tiempo se detiene cuando se apagan las luces de la sala antes de empezar la proyección y ya nada importa de lo que pase ahí fuera.
Luego han sido las lágrimas estudiadas, los nervios ensayados, las palabras medidas para ocupar los tres minutos que concede el realizador a los premios principales y los sesenta segundos escasos a los menos relevantes. Ahora me aburro en tus fiestas, tan programadas, tan ensayadas, tan correctas, tan retrasadas un minuto por si... por si... ¿por si qué? Por si nada.
Te has vendido, tío Óscar. No es que antes fueses purísimo, porque el cine, pese a quién le pese, primero es un negocio y luego un arte. Pero es que ahora se puede saber quién va a recibir tus premios consultando la lista del box office, de la taquilla. Hay que cuadrar los resultados y si una película ha dado trabajo a media industria hollywoodiense, es de ley agradecérselo. Son tiempos duros, tío Óscar, ya lo sé, y has dejado tus regalos, tus honores verdaderos para los premios pequeños, los que no hacen ruido, esos que a nadie le importan.
Pero este año, querido tío, este año te has destapado. Este año son diez películas las nominadas. Diez. Ya queda claro, diáfano, que la nominación no es un síntoma de calidad, si no un último empujón que lleve a los tontos espectadores al cine. Los distribuidores han reimpreso los carteles para que figure el mágico "Nominada a los Óscar"... pero si diez películas llevan ahora ese lema simultáneamente, vacía de sentido su valor, su contenido. Ahora, uno se puede plantar frente a la taquilla de la multisala y escupir: "¿Me das una entrada para un película que NO esté nominada este año, por favor? Me gustaría ver algo realmente original."
Tu designación era un síntoma de calidad. Ahora ha dejado de serlo. Te has equivocado, tío Óscar. Ahora nadie puede recordar qué películas son las nominadas porque son demasiadas. Ahora es más difícil separar el grano de la paja, la obra maestra de la simplemente resuelta con habilidad, el blockbuster de la cinta de culto...
¿Te imaginas que para promocionar el festejo de los toros aumentasen el número de morlacos por corrida: "12 bravos toros, 12"? ¿O que para hacer más emocionante el fútbol se alineasen dieciséis jugadores por equipo?
Lo siento, tío, pero este año no asistiré a tu fiesta. Te ruego me disculpes, después de tantas veces sin fallarte.
Firmado: Víctima del celuloide.