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Arte e Industria

Un artículo de José M. Robado || 18 / 2 / 2010
Víctima del celuloide

Son muchos los aficionados de cine que se quejan, nos quejamos, de la absoluta y descarada comercialidad de la mayoría de películas que llegan a nuestra vista. Y a continuación emiten, emitimos, un lamento a la salud del cine clásico, el de los grandes maestros que, visto lo visto, ya no volverán.

Pues se equivocan. Nos equivocamos.

En primer lugar, el cine no es la primera de las artes que está sujeta a las leyes del mercado. Asómese el lector al Museo del Prado y observe como la inmensa mayoría de los cuadros remiten únicamente a dos temáticas: la religiosa y el retrato monárquico. ¿Falta de imaginación de los pintores durante siglos? No. La jerarquía religiosa y los monarcas eran los que pagaban a los artistas y eran quienes dictaban los temas en sus pedidos, precisamente porque eran los que estaban de moda. Bueno, luego estaban los encargos particulares, ese porno de la época destinado a las estancias más íntimas de los mecenas. Pero eso es otra historia. (Nota del blogger: hacer un post sobre cine porno. Fin de la nota.)

Estar sujetos a semejante limitación no impidió que surgieran Velázquez, Rubens, Rafael, Tiziano, Ribera, Veronese, Murillo, Tintoretto o El Bosco. Lo que ahora tomamos como un defecto en los caballos que pintaba Velázquez, ese cuerpo hinchado y cabeza minúscula, no es otra cosa que la adecuación de la obra al lugar donde debía exhibirse, en la parte superior de las salas de palacio, para ser contempladas a más de tres metros de altura desde el suelo. Desde esa posición, los caballos de Velázquez tienen las proporciones perfectas. Jamás se registró la queja del sevillano por verse obligado a pintar mal. Como no se le oyó a Francis Ford Coppola quejarse al aceptar un encargo acerca del poder y sus formas de sometimiento que logró transformar en El Padrino.

Las limitaciones de un artista únicamente son las de su propio talento. No hay censura ni ley comercial que pueda detener el talento inconmensurable de un cineasta como Orson Welles, por ejemplo, aunque a la larga le impidiese desarrollar una carrera coherente.

La queja de los cineastas de toda índole sobre la omnipotencia del cine norteamericano es una excusa falsa, un síntoma de pereza intelectual y artística, que habitualmente esconde una petición de apoyo económico o un hueco publicitario en algún medio de comunicación.

Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, por citar dos ejemplos españoles, desarrollaron una serie de películas de excelente calidad incorporándose sin remilgos ni quejas a los condicionantes comerciales de la industria del cine de la época. Que había que sacar a Lolita Sevilla en Bienvenido Mr Marshall porque era la cantante de copla de moda, pues se le escribe un papel y se le saca. Que el conocidísimo Pepe Isbert no está contento con su personaje, pues se le reescribe a su gusto y punto. Hoy día podemos disfrutar de tan magnífica película gracias a que ambos cineastas tuvieron tanta manga ancha para aceptar las imposiciones del momento como talento para encajarlas en su proyecto.

El cine es una industria, un comercio, un negocio, una empresa que busca beneficios. Y luego es un arte. Y no sólo pasa con las películas. Comprobad como las obras de teatro están copadas por actores que aprovechan su actualidad televisiva. O como los pintores se acogen a exposiciones temáticas subvencionadas por los ministerios aunque nada tengan que ver con su obra anterior. O como los escritores bucean en la novela histórica y el thriller que nunca antes habían practicado.

Arte o industria, no. Arte e industria. Porque conseguir que una película la vean cientos de miles de espectadores también es un arte.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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