Y no me estoy refiriendo a esa fantasía que tan certeramente Woody Allen retrató en La Rosa Púrpura de El Cairo sino a la proyección de películas fuera de su lugar habitual, las salas.

Tampoco me refiero a los cines de verano, al aire libre. Vengo de un lugar en el que durante mi infancia se abrían cines de verano donde podías ir con tu familia, ocupar una mesa y cenar unos ricos pollos asados con patatas fritas, vino y gaseosa mientras veías, por ejemplo, Piraña 2. No entiendo por qué ese modelo de negocio no vuelve, le veo infinidad de posibilidades.

Estamos asistiendo progresivamente a la ocupación de las salas del cine por parte de otros espectáculos de masas que vienen a suplir la falta de aforo cuando el acelerón del estreno ya ha pasado y la cinta mantiene una baja recaudación durante los días laborables. La retransmisión en directo de la ópera Don Giovanni desde la Scala de Milán, por ejemplo, es un espectáculo digno de una buena sala de cine para todos aquellos que no vivimos en Milán e incluso para los milaneses que no consiguen entradas para el especial evento. Ya son varias cadenas de multisalas las que están ofreciendo de modo regular ópera mientras comes palomitas, lo que también puede ser un modo de llegar a otro público para el que Giovanni sólo es un futbolista brasileño.

Claro, el fútbol está en todas partes y también se ha colado en las salas. La repercusión de algunos partidos es capaz de atraer gente a un cine que lo proyecta en directo y, sin llegar a tener la libertad de un bar, puedes disfrutar acompañado de tu equipo en unas dimensiones sin precedentes y consumiendo algún refresco y unos ricos encurtidos o frutos secos.

Sin embargo, el cine se muestra más receloso de salir de su espacio natural. Sólo lo hace cuando la ocasión es especialmente histórica o relevante, y ahí marca su diferencia con el resto de espectáculos.

En 2008 se encontró en el Museo del Cine de Buenos Aires una de las copias originales de Metrópolis de Fritz Lang. La película en su estreno tenía una duración de tres horas y tuvo un sonoro fracaso de taquilla, un auténtico desastre. Para su explotación comercial, sobre todo en Estados Unidos, recortaron su metraje hasta llegar a los noventa minutos reglamentarios. El copión original y los trozos recortados desaparecieron, dando lugar a que el Metrópolis que hemos visto todos sea sólo un esbozo de la obra que ideó Fritz Lang, aunque finalmente acabase desdeñándola.

La copia encontrada se llevó a la Fundación Murnau de Berlín, entidad que custodia sus derechos. Una vez restaurada, se estrenó en febrero de 2010 en un pase único en una pantalla gigante sobre la Puerta de Brandemburgo en Berlín. Allí acudieron varios centenares de alemanes que, bajo temperaturas muy por debajo de cero asistían en un silencio religioso a la proyección. El contraste entre las poderosas imágenes del film en blanco y negro con el color de la iluminación de la Pariser Platz resultaba de un atractivo mágico. No estuve allí, he visto videos, y la sensación de estar asistiendo a un acontecimiento único traspasa las imágenes.

Y así debe ser. Si el cine sale del cine debe ser por una causa más que justificada, un evento memorable, un hecho histórico. Si no es así, debe permanecer en su recinto. Su poder es demasiado importante para usarlo como fogueo.

Metrópolis tiene el privilegio de ser la única obra del séptimo arte que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.