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Cine: el tiempo y el contexto

Un artículo de Víctima 2046 || 10 / 2 / 2011
Víctima del celuloide

A principios de la década pasada, el cineasta que llevaba con orgullo haber dado forma a uno de los mayores hitos en el cine reciente de suspense, estrenaba su segunda superproducción repitiendo actor principal, algo que a la postre sirvió para revitalizar la carrera de Bruce Willis. Por aquel entonces, los engranajes de lo que es hoy día es esta revista habían comenzado a funcionar, y entre las obsesiones de su redacción para tratar de buscar equilibrio en las críticas, se dio con un planteamiento que parecía iba a ser la esencia de la publicación: encarar dos críticas con enfoques distintos para contrastar los argumentos a favor y en contra de una película.

Aquello duró poco, y con el tiempo las críticas volvieron a su esquema original: una por redactor y a otra cosa. La idea pasó a ser que si el redactor era capaz de justificar su punto de vista, con eso valía, por lo demás se asumía que había gustos de todo tipo y que hasta las cosas más claras podían dar para conclusiones muy diferentes (por lo que mejor no desgastarse hablando de una misma cinta varias veces y ocuparse de cubrir más estrenos y contenidos).

Tiempo después, uno descubrió que también podía ser víctima de la prueba del tiempo incluso cuando creía que sus gustos estaban más que asentados: si inicialmente con aquella película, El Protegido, había comulgado con la crítica vitriólica que la tachaba poco menos que de una fumata de estupefacientes de Shyamalan, tras volver a verla prácticamente por error acabó fascinado dudando de cómo diablos podía no haber visto las enormes virtudes de una cinta única, sintiéndose de pronto más próximo a la otra crítica que defendía su valor especial.

Víctima del celuloide



La cosa no iba a acabar ahí, y desde entonces han sido varios los casos en que uno se ha encontrado con supuestos similares: películas a las que detestó visceralmente, producciones que de haber tenido un botón para suprimir de la cartelera lo habría pulsado sin piedad, cintas que a pesar de ese rechazo inicial, pasado un tiempo y en un segundo visionado, merecían atención e incluso aplausos. En esa línea estaría bien recordar el nombre de una cinta italiana que le resultó especialmente irritante, que le invitó en varios momentos a abandonar la sala y que estoicamente soportó para, con sorpresa, encontrarse después a otro crítico que la bendecía hablando de esta como un producto ideal para el público que bordea los 30 años por recoger todas las dudas y planteamientos que surgen cruzando esa edad. Y por más que incluso entendiendo sus argumentos la desechó por imposible, otro visionado tiempo después quiso que le diera la razón palabra por palabra, porque efectivamente, hay obras que tienen una edad y un número de experiencias vividas como requisito para acompañar a la entrada.

La idea de la predisposición o la naturaleza del espectador, es tan consustancial como el estado de ánimo que puede dar sentido o derrumbar una comedia, un drama, una de suspense o un romance ñoño: la misma trama puede provocar reacciones diferentes en la misma persona según el momento, una película menor puede hacernos sentirnos acompañados o salvar una noche desconsolada porque simplemente apela a las emociones adecuadas o nos concede una evasión imprevista.

Incluso conociendo esta realidad, uno anda estos días incapaz de comprender cómo son tantos los que han menospreciado, condenado, atacado o dudado de la última obra de Clint Eastwood, incluyendo al redactor de esta revista que se encargó de ella, quien siempre califica con un criterio que servidor entiende razonable.

Porque a Más allá de la vida se le podrían achacar muchas cosas, y en ningún tramo hay un verdadero motivo para hacerlo. Porque son muchas las secuencias que prácticamente dejan ver el mecanismo, emociones que en otro director resultarían prefabricadas, forzadas, sencillamente previsibles, por cuestiones de la naturaleza de Eastwood y su frialdad de cowboy que parece llevar viendo el mundo tras la cámara desde el principio de los tiempos, resultan naturales. Y desde esa naturalidad uno ve un hilo conductor en que hasta la impostura propia de lo que es el cine y cualquier relato por su misma esencia, cobra ese alma al que todos los contadores de historias aspiran. Se entiende a sus personajes y sus historias paranormales, se ve su dolor y se arrastra junto a ellos.

Con él una vez más se palpa una atmósfera especial, unos modos que aquí incluso se refuerzan para permitirle rodar planos de virtuosismo técnico con, nuevamente, una naturalidad demoledora. Todo escuchando nuevamente los tonos de una banda sonora melancólica y sutil, capaz de volverse fácilona como para tirar del Nessun Dorma, otra de tantas cosas que podrían serle reprochables por simplistas, pero que en su lugar construyen una de las mejores cintas que uno recuerda haber visto en mucho tiempo.

Entonces se fascina y se pregunta si alguno de esos redactores, con el paso del tiempo, con el paso de películas, con una mirada más cansada y adaptada a distintos matices, verá en esta la cinta que otros elogian de forma rotunda.

Sin duda, los anteriores se preguntarán si sencillamente no es cosa nuestra.

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"He visto cuatro veces Más allá de la vida. Y repetiré. Cómo entiendo a ese hombre desolado que solo encuentra consuelo que escucha por las noches grabaciones de los libros de Dickens. Y que nunca estemos en el lugar de un tsunami. Nadie ha filmado una catástrofe como Eastwood en esta película. No es solo una cuestión de dinero, es una cuestión de talento." (Carlos Boyero, en un encuentro digital en El País, escasas horas después de la publicación de este artículo).



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El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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