Ayer hablé con un amigo al que hacía tiempo que no veía. Tomamos un café imaginario en el simulacro de cafetería de una empresa, un cubículo con dos o tres máquinas de vending y sillas incómodas para recordar a los trabajadores que su sitio no es ése, sino su puesto de trabajo.

Nos pusimos al día, como se suele decir. Intercambiamos cromos, las instántaneas de nuestra vida actual para constatar qué había cambiado desde la última vez que nos vimos.

- Tener un hijo te cambia la vida. No te puedes hacer una idea del tiempo que hace que no voy al cine, por ejemplo.

Los hijos, en general, nos apartan de nuestra propia vida. Debemos hacer un paréntesis en nuestro monólogo interior para conseguir que esas criaturas salgan adelante, no hay mayor responsabilidad. Ponemos en suspenso nuestros gustos, nuestro ocio, la calidad de nuestro tiempo para que esos proyectos de futuro salgan adelante y tengan un final feliz. No hay mayor desgracia para un ser humano que no conseguir este objetivo.

Pero, ¿puede haber un final feliz en una existencia que todos sabemos cómo acaba inevitablemente?

El cerebro humano es sólo una maquina diseñada por la naturaleza para distraernos de la única certeza que conocemos. Y una de las artimañas que hemos inventado para sobrellevar el conocimiento de esa certeza es el cine.

Desde que el cine se inventó cercan de Santillana del Mar, donde un brujo introducía a un joven cazador intoxicado por alucinógenos naturales en una cueva con bisontes pintados en el techo para salir de allí creyéndose un cazador, el cine no ha dejado de liberarnos con sus finales felices de la idea de la muerte.

¿A quién le gusta que una película acabe mal?

Como dicen muchos espectadores, para historias de verdad con finales terribles ya están las noticias. Sin embargo, el telediario también procura acabar con el deporte o el tiempo para liberarnos de esa carga de saber que no tenemos futuro.

Ahora que proliferan los ciclos y festivales de cine, propongo que se haga uno de películas que acaban mal. De películas sin final feliz. De películas que nos cuenten la verdad, sin ilusiones, sin esperanzas, sin circunloquios.

Se programaría Thelma y Luise, por ejemplo, el final triste mejor camuflado de la historia del cine. O Bailar en la Oscuridad, ya que hemos hablado de sacrificio por los hijos. O Luces de la Ciudad, para ver la amargura oculta de ese vagabundo que se siente íntimamente repudiado ahora que su amada puede verle. O Vals con Bashir, ese puñetazo despiadado a las tripas en forma de cine de bélico de animación. O el documental Senna, la biografía de ese extraordinario piloto de F1 que no escatima el drama de su muerte. O Dersu Uzala, y su plano general final sostenido donde el capitán, mi capitán, observa como su amigo es enterrado sumarialmente por dos funcionarios en la cuneta donde se le acabaron las fuerzas camino a la tundra, su hogar. Dersu, Dersu, Dersu...

Pero sobre todo, para este Festival del Cine sin Finales Felices, extraería esa pieza muda que reside dentro de la película Up, de Pixar. Sí, ese corto dentro del largo donde su protagonista, el viejo vendedor de globos Carl, rememora en apenas un minuto la vida al lado de su esposa en un albúm de fotos hasta llegar a una página en blanco reservada para lo que aún les quedaba por hacer y que ya no sucederá jamás. Fin.