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Autismo Cinéfilo

Un artículo de Enrique Alpañes || 23 / 2 / 2012
Víctima del celuloide

Quiero aclarar que no soy asocial. Tengo conocidos, como cualquier persona con bagaje, enemigos, como cualquier persona inteligente, e incluso amigos. De vez en cuando (todo lo de vez en cuando que mi físico y mi diarrea verbal me lo permiten) tengo incluso ligues. Con todos ellos, especialmente con estos últimos, tengo un problema. Independientemente del afecto que les profese siempre llega el momento del enfrentamiento, el fatídico día en el que preguntan “¿Vamos al cine?” Y es que no soy asocial menos cuando hablamos de séptimo arte.

En general soy poco exigente. Puedo ir a cualquier bar mientras tengan cerveza de barril y baños, a cualquier restaurante mientras haya tortilla de patatas o su sucedáneo exótico (véase rollitos de primavera o tacos) pero con las películas no. Odio ir a un multicine de periferia y tener que elegir y consensuar a que sala entrar. Es un sacrificio social insoportable, comparable a la comida de Navidad o a la cena con los suegros. Y puede tener consecuencias fatídicas como perder amigos, frustrar encuentros sexuales o acabar viendo la última entrega de Crepúsculo.

No siempre he sido así. En mi primera adolescencia frecuentaba las salas con la más variopinta compañía. Pero eso fue antes de descubrir que para los amigos están los bares, y para dar rienda suelta a los lúbricos sueños hechos realidad están los bancos, los coches y los moteles de saldo (o la intimidad de una casa para aquel que pueda permitírsela).
Pero nos desviamos del tema. Ver una película es como leer un buen libro, se puede hacer por recomendación pero nunca por imposición. E igual que con un buen libro no tiene sentido disfrutarla en compañía. El cine es un arte intrínsecamente solitaria. Se necesita poner los cinco sentidos para empaparse de la historia, para viajar a un futuro apocalíptico o a un pasado trágico. Se tiene que prestar toda la atención para transportarse a Pandora a Hogwarts o incluso a Narnia. Y resulta bastante difícil hacerlo con un compañero de butaca que comenta, pregunta y come palomitas.

Una de las pocas ventajas que tiene ir al cine en compañía es la tertulia que se inicia con los títulos de crédito y finaliza a la salida del cine o, si la película lo merece, frente a una cerveza. Pero reconozcámoslo, para los cineformus ya hay gente como Garci o Cayetana Guillen Cuervo y una buena película se asimila mejor cuando se hace en soledad, o en su defecto, cuando ha pasado un tiempo y la historia ha dejado un poso en el espectador.

Además estas tertulias están sobrevaloradas. Con la pintura abstracta, el teatro experimental y el cine de David Linch la interpretación personal y subjetiva es siempre mejor que la colectiva. No más correcta, ni más cercana a la que el autor nos quería transmitir, pero si única. Así que desde este blog reivindico el autismo cinéfilo e invito a los lectores a convertirse en espectadores asociales. Lo digo por su bien. Para que conserven sus amistades, sus potenciales encuentros sexuales y no se encuentren un día en un multicine de periferia viendo la última entrega de Crepúsculo.



Víctima del celuloide

El rincón en que el crítico torturado explica por qué el cine puede ser algo muy grande unas pocas veces, y algo muy, muy miserable muchas otras.

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